Siete treinta am. Salta el despertador. Ducha rápida y café bebido. El domingo nunca es buen día para madrugar. Pero es lo que tiene, haber recibido del Ayuntamiento un correo donde se te comunica que, por esos intricados laberintos del censo, tienes el honor de ser presidente de mesa en la convocatoria electoral, eso sí, de suplente. De manera que, aún sin desprenderme de los vapores del sábado, me dirigí el día de autos con mi DNI y la carta del Consistorio a un colegio público del barrio de la Milagrosa, a ver en qué quedaba la partida.

8.00 am. Cuando llegué, me encontré en el patio con una sarta de caretos soñolientos, muecas dubitativas y rictus de mala hostia. Eran víctimas censales que habían corrido la misma suerte que yo. Pero todo podía empeorar. Es lo que comprobé al entrar en mi aula correspondiente. El sujeto que debería estar allí, el presidente titular de la mesa, esto es, el jeta que tenía que haber asumido sus obligaciones conciudadanas, no apareció. Y claro, a pringar el menda.

Lo que más me indigna es que el fulano (quizá fulana) que no dio la cara en su momento, será uno de ésos que, con aires de demócrata de toda la vida, se carga de razones para reivindicar los derechos que le asisten, o para poner a parir a toda la clase política a la que jamás vota, mientras vocea desde la barra de un bar lo mal que va el país.

Supongo que no desvelo ningún secreto si digo que a nadie le apetece formar parte de una mesa electoral. Me pregunto si esos cerebros de la Junta Electoral Central no habrán pensado en los parados o en los universitarios que quieran sacarse unas pelas en domingo (65 pavos), acudiendo como voluntarios al backstage del referéndum, en vez de pisar el callo al personal. Quizá en ese segmento de población se encuentre un filón de gente interesada en participar, al tiempo que evitarían situaciones tan absurdas como la del vocal que apareció a la cita apestando a alcohol y a tabaco, mientras balbucía no-se-qué de la noche anterior; el presidente de mesa que no hablaba ni jota de español (lo llaman globalización); el vocal suplente que fue detenido cuando, al identificarse, descubrieron que era requerido en el juzgado por un delito de violencia de género; o el tener que improvisar una mesa con los sustitutos porque los titulares no se habían dignado a aparecer (todos, casos verídicos). Yo ahí lo dejo.

8.30 am. La mesa se acaba de constituir. Debo reconocer que un esforzado operario de la Administración nos auxilió en el inextricable funcionamiento de las listas, urnas y papeletas.

9.00 am. Se abre el colegio al público. Noctámbulos y madrugadores coinciden en la fila con sus sobres blanco, sepia y azul en una mano y el carné en la otra, al igual que el mostrador de embarque de un aeropuerto, pero sin el acojono de tener que volar. Admito que los primeros cinco minutos resultan emocionantes. Asisto en primera línea a la misma esencia de la democracia, al sanctasanctórum de la voluntad popular. Pero es sólo una sensación fugaz. Las muchas horas que quedan por delante me devuelven a la realidad: ver pasar los caretos de mis vecinos, leer sus nombres y apellidos y fiscalizar el trasiego de votos y urnas en un devenir monótono, a veces interrumpido por la aparición de un sujeto con sonrisa ensayada y efusivos saludos a la mesa, mientras los flashes congelan el instante en el que el susodicho introduce el sobre en la urna. Es un político. Pasado ese lapso, todo vuelve a la normalidad.

14.00 pm. La afluencia de gente se ralentiza. De modo que, al mediodía, aprovechamos para turnarnos y salir del cónclave a echar un bocado. En el bar, algunos parroquianos acodados en el mostrador se abstraen en las pantallas de sus móviles, mientras otros fuman con pereza a la entrada del local. Entretanto, la televisión lanza imágenes en bucle sobre la jornada, pero nadie le presta atención. Todos los presentes son (somos) miembros de mesas electorales.

16.00 pm. Aún faltan cuatro horas para el cierre de las urnas, y una eternidad para largarme a casa. Entre votos, carnets de identidad y saludos inesperados, una duda hormiguea en mi cabeza. Si estos comicios municipales y autonómicos son más cercanos y participativos que los generales -todo quisqui sabe que las CCAA tienen competencias en educación, sanidad y en políticas sociales- y si las europeas deberían ser el dique de contención ante los rampantes populismos, empeñados en convertir la UE en la caverna de Monipodio, ¿por qué la peña concede a estas elecciones la misma importancia que a una reunión de vecinos?

19.00 pm. La participación se incrementa y la atmósfera huele a fin de fiesta? fiesta de la democracia, se le ocurrió decir a un iluminado de la Transición. Y todo bajo el escrutinio de interventores y apoderados, esos tíos que pululan entre las urnas enseñoreando la acreditación de su partido con la peregrina creencia de que los demás somos unos advenedizos.

19.45 pm. Es la hora de los rezagados, una híbrida cuadrilla que irrumpe sin resuello y con pasos trastabillados con la sola idea de que, sin sus votos, las urnas no estarán completas.

20.00 pm. Se acabó lo que se daba? para los votantes. No así para nosotros. Ahora empieza nuestra auténtica fiesta de la democracia, el genuino late-show. Se cierra el colegio, se abren las urnas y arranca el recuento de votos? como en Eurovisión, sólo que aquí las papeletas tienen que cuadrar con las listas del censo. Si no, vuelta a empezar.

22.00 pm. Cuando crees que todo ha finalizado y que te puedes marchar a casa, satisfecho de haber dado lo mejor de ti en beneficio de la comunidad durante 12 horas ininterrumpidas, llega la parte administrativa, esto es, un arcaico ajetreo de actas que hay que rellenar, firmas y ceremonias que se puede alargar ad infinitum? en el siglo del 5G y en plena era telemática. Es entonces cuando descubres que nos hallamos en los albores de la paleodemocracia, por no hablar de fósiles pleistocénicos como la jornada de reflexión, los espacios gratuitos electorales o esos vehículos que circulan por ahí provistos con altavoces, desgañitando sus ofertas como chamarileros. Claro que ahora, con las redes sociales, los perfiles virtuales del votante y las fakes que transitan por internet, tampoco pintan un futuro mucho más halagüeño.

23.30 am Me dirijo a los juzgados a entregar la documentación resultante, y lo hago en el asiento de un furgón de la Policía Municipal.

24.00 am. Y ahora, si nada ni nadie me lo impide, me largo a mi casa a sobar del tirón. De regreso, me viene a la cabeza aquella sabia ocurrencia de Churchill, “La democracia es el peor de los sistemas políticos, a excepción de todos los demás”. ¿Habrá valido la pena?