Hace unos días se dio a conocer la Opinión número 6/2019 de 25 de abril, relativa a la detención de Jordi Cuixart, Jordi Sánchez y Oriol Junqueras, aprobada por el Grupo de Trabajo de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. En la citada Opinión, en el apartado 144, se dice bajo el título de Decisión: “La privación de libertad de los arriba mencionados (omito los nombres por no repetirlos) es arbitraria, por cuanto contraviene los artículos 2, 9 a 11, 18 a 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los artículos 3, 14, 19, 21, 22 y 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. En relación con el mismo caso, estos días, en el mundo jurídico, se viene debatiendo sobre el proceder de la sala de lo Penal del Tribunal Supremo presidido por el magistrado Manuel Marchena que ha denegado, al parlamentario electo europeo Oriol Junqueras, que permanece en prisión en la condición de preso preventivo, la autorización correspondiente para personarse en la Junta Electoral Central y formalizar los trámites necesarios para el ejercicio de su condición.

Son muchas las voces autorizadas que han considerado, esa denegación, un despropósito jurídico. A modo de ejemplo, dado que no se trata de hacer un listado, citaré dos que entiendo constituyen los dos extremos del espectro de opiniones que descalifican la decisión del Tribunal Supremo. El catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo ha calificado la decisión de “prevaricación” dando a entender (opinión muy respetable en democracia) que la resolución tomada por el Tribunal es injusta y contraria a Derecho. Por su parte, el catedrático de Derecho Internacional Privado, Juanjo Álvarez, dice, de manera más “políticamente correcta” (también respetable) que “estamos ante un desatino jurídico mayúsculo” porque (cito textualmente): “La decisión del Tribunal Supremo intenta argumentar la vulneración del derecho fundamental a la participación política señalando que este derecho no se ve en realidad atacado sino solo “limitado temporalmente” en su ejercicio, porque, estima se podrá ejercer más tarde y señala que se dicta atendiendo “al estado actual del proceso” (aquí el tribunal formula un claro juicio de oportunidad y no de legalidad, algo inadmisible e incomprensible)”.

Ambos expertos, para censurar y desautorizar la decisión de la sala de lo Penal del Tribunal Supremo, se ciñen al terreno de lo jurídico donde las opiniones, por muy fundamentadas que estén, no dejan de ser opiniones y, al final de todo, decide quien tiene el poder, en este caso el citado Tribunal. ¿Que sea prevaricación? ¿Que el derecho de racionalidad formal se convierta en derecho de racionalidad sustantiva? ¿Que el principio de legalidad sea aparcado para dar paso a “principios” como el de utilidad, de oportunidad, de necesidad?? ¡Qué más da, todo es opinable, explicable y motivable en el terreno de lo jurídico!

Bueno, ¡todo no! Hasta la saciedad nos han repetido que la Constitución de un Estado es la ratio última de todo ordenamiento jurídico y que más allá de la Constitución democrática no hay nada. Si eso fuera así, aquí acabaría cualquier discusión (como habitualmente acaba). Y eso no es correcto. ¡Es simplemente y llanamente falso! Tras toda Constitución democrática y, por encima de la misma, está la voluntad general, la voluntad de la persona moral pueblo y su soberanía.

Durante siglos fue la voluntad de Dios el principio que distribuía los roles sociales, establecía el lugar de cada cosa en el mundo, esto es, imponía el orden sobre la tierra. La voluntad de Dios constituía el principio que daba sentido a todo lo existente. Durante los siglos XVI, XVII y XVII, por razones que no vienen al caso, ese principio dejó de responder a las necesidades socio-político-económicas de una sociedad en evolución y ya no tuvo sentido, al menos, en la ordenación política de las sociedades. En esos tiempos, grandes autores como Althusius, Grotius, Hobbes, Spinoza, Locke? se dieron a la tarea de encontrar un fundamento al valor imperativo de las leyes, un postulado lógicamente necesario del régimen político que no tuviera otra ley que sí mismo. Fueron finalmente Rousseau y Kant, sobre el principio universalista de la personalidad humana, quienes dieron forma a la soberanía popular como fundamento inalienable e indivisible del sistema democrático.

El caso de Oriol Junqueras no es un simple caso de “vulneración del derecho fundamental a la participación política” (lo que no dejaría de ser simplemente, parte del juego jurídico) sino que es algo mucho más grave lo que la sala de lo penal del Tribunal Supremo ha hecho: consciente o inconscientemente (no viene al caso) ha ignorado que, al igual que el poder legislativo y el ejecutivo, en un sistema democrático, el poder judicial también tiene sus límites. Como poder delegado que es de la voluntad general, el poder judicial no puede situarse por encima de la misma y coartar, modificar o transformar lo que la soberanía del pueblo decidió.

Oriol Junqueras, en el momento de presentarse a las elecciones europeas, a pesar de estar en prisión preventiva (arbitraria según el grupo de expertos de la ONU) estaba en posesión de todos los derechos políticos y libertades que corresponden a cualquier ciudadano por el hecho de serlo y mediante consulta popular formal, la soberanía popular, dio su veredicto: Oriol Junqueras fue elegido diputado europeo. A partir de ese momento, durante el tiempo en que continua privado de libertad, no ha habido sentencia alguna que limitase o modificase su plena condición de ciudadano electo. A pesar de ello el Tribunal Supremo, ignorando el carácter esencial, genético e inalienable de la soberanía popular no autoriza la asistencia a la Junta Electoral Central para cumplimentar los trámites para adquirir, no el pleno derecho la condición de europarlamentario (esto lo tenía por efecto de la voluntad general), sino el simple acta de diputado.

Creo en la buena fe de los operadores jurídicos y, por ende, de los tribunales en las sociedades democráticas porque, entre otras razones, mi profesión dejaría de tener sentido si no fuera así. No obstante, para que la tengamos presente en nuestra memoria y, de esta manera, la historia no se repita, me permito traer a colación una cita de V. L. Parrington de su obra El desarrollo de las ideas en los Estados Unidos. Dice el gran historiador norteamericano, refiriéndose al mandato del tercer presidente de Estados Unidos, Thomas Jefferson, entre los años 1801 y 1809: “El llamado ataque jeffersoniano del poder judicial, al que los historiadores ortodoxos han dado tanta importancia y que estuvo a punto de echar a pique el sistema, no fue primeramente un ataque contra los Tribunales, sino contra los magistrados que se servían de sus cargos para servir a su partido. Es muy peligroso que los magistrados de justicia den a las leyes interpretaciones falsas para favorecer partidos o clases especiales, y esto era precisamente lo que John Marshall hacía de manera notoria”.

Si en última instancia se me dice que la soberanía del pueblo dejó de tener sentido, ¡que Dios nos pille confesados! ¿Se nos cayó la piedra angular del edificio que tanto tiempo costó construirlo? Si es así, la ley de la selva tomó carta de naturaleza.

El autor es catedrático emérito de Filosofía del Derecho de la UPV/EHU