como todo el mundo sabe, un británico es ese individuo que conduce por la izquierda, cultiva un excéntrico sentido del humor, se alimenta de pastel de riñones y sándwiches de pepino, brinda con cerveza bitter en los pubs, lugares que abandona ordenadamente cuando suena la campana, su deporte favorito son los dardos y dice ser incondicional de las bodas reales. Eso en el Reino Unido. Fuera de él, si el británico es un veinteañero en pantaloneta, se emborracha en Magaluf hasta el aturdimiento, practica el balconing como experiencia iniciática y cree tener el derecho inalienable a hacer sus necesidades fisiológicas en la vía pública. Ahora bien, si el fulano rebasa las 60 primaveras, entonces es asiduo de Marbella o Fuengirola, mejor dicho, asiduo del turismo sanitario de Marbella o Fuengirola, se dirige al resto de la humanidad con desdén y, aunque lleve empadronado en la Costa del Sol más años que el tío Calambres, jamás se digna a aprender el idioma autóctono. Que lo demás aprendan el mío, suele endosar (en inglés).

Hasta ayer, esto era más o menos así. A partir de ahora, todo puede cambiar con el brexit, esa ocurrencia inverosímil avivada por políticos de medio pelo como David Cameron o Theresa May, consentida por insípidos pusilánimes como Jeremy Corbyn, y consagrada por Boris Johnson, un redomado charlatán de la escuela de Oxford. ¿Cómo es posible que esta extravagancia, propia de Benny Hill o de Nigel Farage (almas gemelas), haya podido adueñarse de la mitad de la población británica? Por más vueltas que le queramos dar, la génesis es la misma que coloniza al resto del planeta: la incertidumbre, esa pandemia anímica que agita el mundo como un bloody mary en una coctelera.

Antes, para combatirla, las sociedades tradicionales se refugiaban en la religión. Bien es cierto que ningún dios evitó nunca el peso de esta carga desasosegante, pero nadie negará que, en momentos históricos de aprensión y desaliento, fue refugio para las penalidades de la existencia.

Después fue la ciencia y la tecnología la que ocuparon ese lugar, avivando la llama del progreso continuo e ilimitado en busca del bienestar, eso que el Estado-providencia nos prometía como algo irreversible. Hoy, sin embargo, la vanguardia tecnológica despierta dudas y recelos con los grandes desequilibrios ecológicos, la manipulación genética o la amenaza de las industrias transgénicas. Ahora todo es inseguridad, inseguridad identitaria, inseguridad medioambiental, inseguridad ante la inmigración, inseguridad laboral, inseguridad sanitaria?

Pasada la época de ese altruismo benefactor que velaba por nosotros, las sociedades actuales recurren a las redes sociales y a su poder mediático como fórmulas para hallar las respuestas que todos esperan encontrar, cada cual en busca su propia tabla de salvación. El proceder no es complejo. Si el malestar anida en el interior de su círculo social y emocional, echarán mano del patriotismo. Si el enemigo proviene del exterior, apelarán al nacionalismo. Somos hijos de nuestro tiempo, y en este que nos ha tocado en suerte, cada día se hace más difícil distinguir la propaganda de la información, sobre todo cuando las emociones se convierten en productos manufacturados y las necesidades de la gente encallan en meros espejismos.

Lo ocurrido en Reino Unido no difiere mucho de lo que pasó en EEUU o Brasil. La gente ya no encuentra consuelo en las insulsas arengas de la política convencional (léase democracias liberales) con emperifollados discursos fabricados por asesores de imagen, rutilantes campañas de metacrilato, megafonía fiestera y lluvia de confetis, y todo mientras el coste de la vida se encarece, la inseguridad laboral y ciudadana se multiplica y los salarios encojen.

Hoy la democracia liberal, de la que el Reino Unido ha hecho gala durante generaciones, es inseparable de la decepción por la indeterminación de la propia democracia, esto es, de un supuesto poder que no pertenece a nadie y que sólo se dirime en los resultados electorales. Se nos dice que los referéndums son la culminación de los sistemas democráticos, la esencia de la voluntad popular. Pero su salud no depende sólo de eso. A veces se hace difícil, si no imposible, afrontar la complejidad de un problema con un mero sí o un no. Tal es así que, a día de hoy, la democracia suscita dudas, no se valora con el mismo fervor que antes e incluso llega a producir inquietud y no pocas decepciones.

En su campaña por el brexit, Boris Johnson echó mano del fantasma del miedo como estrategia argumental, de los millones de libras que se fugaban a Europa, arengando a sus votantes a dejar atrás ese lastre para pasar a gestionar sus propios recursos (¿recuerdan a Pujol vociferando “España nos roba?” al poco de hacer quebrar Banca Catalana? El enemigo siempre es el otro y, una vez nos libremos de su yugo, el problema quedará resuelto. El brexit es producto del siglo XXI, como el retorno de la ultraderecha, el auge de los nacionalismos y la espectacularización de la información. Las élites conservadoras y populistas británicas vieron en estos recursos la fórmula perfecta para hacerse con las riendas del país mediante la adhesión emocional de una ciudadanía hastiada y desengañada de la política convencional. Desde ese púlpito, cualquier agravio contra el adversario, en este caso Europa, tiene todas las papeletas para triunfar. Sus herramientas son simples (como requiere el perfil de sus votantes): noticias falsas, fabricación deliberada de los conflictos, maniqueísmo social, resurgir patriótico de la comunidad a la que pertenecen y, sobre todo, el juego perverso de la apelación constante a la libertad y a la democracia con el fin de manejarlas a conveniencia.

Ahora habrá que ver qué hace Johnson con sus promesas de recuperar el esplendor del pasado. Una vez suelte amarras de la UE, quizá no le quede más alternativa que convertir al Reino Unido en un paraíso fiscal o en un limbo financiero poco regulado y menos vigilante, al estilo de su vieja colonia Hong Kong o de Gibraltar, esto es, territorios artificiales donde el dinero y la especulación discurran alegremente sin reglas de juego, naturalmente para provecho de unas élites que no dudarán en echar mano del sentimentalismo patriotero cuando se vean necesitadas de él.

Haciendo un remedo de Régis Debray, se me ocurre que antes era la política la que controlaba a la economía. Luego fue el liberalismo económico el que se hizo con el control de la política. Ahora es el patriotismo identitario el que articula la política y la economía. No le faltaba razón a Mick Jagger, otro diletante del esencialismo británico, cuando decía: “Antes éramos jóvenes y estúpidos. Ahora sólo somos estúpidos”.