emos padecido epidemias continuas, sucesivas y diversas. La peste bubónica o negra diezmó la población europea, S.XIV, y una de las más famosas obras de la literatura italiana, El Decameron de Bocaccio, la tiene como telón de fondo de los diez días de reclusión de diez personas, alejadas de del foco mortal de Florencia, y que se entretienen inventando cien narraciones diarias.

Le anteceden y suceden pestes endémicas de cólera, malaria, polio, tifus, tuberculosis, viruelas, enfermedad que acabó con una parte de la población indígena de América, que a la llegada de los conquistadores españoles carecían de anticuerpos contra ella. En el S. XX, tras la guerra mundial, la gripe del 18, de modo vertiginoso fulminó a 40 millones de personas en el mundo. Acabó con más vidas que las perdidas en los campos de batalla y trincheras de la muerte.

En Venezuela se enterró a los muertos lejos de una Caracas que mantenía su configuración colonial, en el cementerio Los Hijos de Dios. Cuando la ciudad creció y se toparon con el camposanto, hubo polémica. La clase médica y bióloga opinó que era mejor echar cal y soterrarlo y no analizar los enterramientos, no fuera que el virus renaciera. El poeta André Eloy Blanco escribió uno de sus más bellos poemas, El limonero del Señor, aludiendo a un árbol desmochado cuyos frutos ayudaron a paliar el mal de la peste.

La mejora de las condiciones económicas, el conocimiento de normas higiénicas, las vacunas y los cuidados médicos lograron que por un tiempo las pestes remitieran hasta casi nuestros días, en que nos asola este brote global de coronavirus que me ha hecho recordar una pandemia que padecí en mi infancia que afectó a Argentina y Uruguay. Fue la del polio, años 1955-56.

Primero sucedió un episodio especial. Una mañana Montevideo apareció empapelada de langostas. Cubrían las fachadas de las casas, las farolas, los árboles, las plazas. Miles de insectos chirriaban entorno nuestro procurando pavor. Se recordaban las palabras bíblicas: “...Se cubrirá la faz de la tierra, de modo que nadie será capaz de ver la tierra”. Un cambio del viento pampero logró que los insectos marcharan hacia el norte, al menos eso nos dijeron, y la ciudad volvió a recuperar su espíritu animoso, alejada de sí la octava plaga, la de langostas, según el Éxodo. Recuerdo la limpieza de las fachadas de los edificios y de la réplica de bronce de la estatua de Miguel Ángel, el David, de 4 metros de altura, una de las cuatro que existen del original de Florencia, emplazada en una intercesión de tres esquinas.

Después, así lo rememoro, se empezó a hablar del polio. Primero en cautos susurros, después como una amenaza, al final como tremenda realidad. Se cerraron los colegios pues la enfermedad amenazaba a los niños, y bares, sociedades, cualquier sitio de reunión. Se sabía del virus y no era alentador, que sino resultaba mortal podía dejarte tullido de por vida. Ejemplo era Franklin D. Roosevelt, presidente cuatro veces de Estados Unidos, dirigente en la Guerra Mundial, de familia acomodada. El virus, al parecer, atacaba a los bien alimentados. Uruguay y Argentina disponían de una excelente economía, y la alimentación básica, leche y carne, era abundante y barata.

No podíamos salir del edificio ni nadie podía entrar. Mis padres, por turno, se encargaban de la compra de comida. En las tardes los vecinos subíamos a la azotea, manteniendo la distancia de seguridad, para respirar, compartir vivencias, discutir opiniones, contrarrestar noticias, mirando el lomo marrón del río de la Plata, a lo lejos, rogando que sus aguas limpias, devenidas de las cataratas del Iguazú, expurgaran la plaga. Hicimos amistad con una familia paraguaya, exiliada del régimen recién estrenado del dictador Stroessner, que duraría en su cargo mas treinta años, el segundo más largo en la América latina tras Castro.

En medio de la peste, en ese espacio intermedio entre la vida y la muerte, recuerdo la charla de mis padres y los paraguayos: su lucha por sobrevivir y sacar adelante a la familia en el exilio por defender idearios libertarios en una Uruguay democrática que aceptaba y comprendía aquella dinámica. En cierto modo, era la lucha de David con su honda contra el gigante Goliat con su espada, que al final fue derrotado por la sagacidad, precisión y hombría del joven adversario. La razón de una causa es lo que la hace invicta, afirmaban aquellos dos hombres que envejecieron sin poder ver la justicia en sus países de origen: Euskadi y Paraguay.

En nuestro entorno, una familia, dueña de un chalet con jardines repleto de rosales, sufrió el embate de la peste: murió uno de los niños, otro quedó inválido de por vida. Desde los balcones, con lágrimas en los ojos, vimos desfilar la caravana fúnebre que condujo al niño, nuestro compañero de juegos, al cementerio central. Para los demás, por todo remedio, a más de cumplir con las normas estrictas de reclusión, recibíamos la bendición diaria del arzobispo Barbieri, emitida por radio, y nos impusieron en el cuello bolsas de alcanfor, de penetrante aroma. Así nos mantuvimos y sobrevivimos. Poco después, Jonas Salk desarrolló su vacuna y liberó a la humanidad de semejante mal. Pasó hace mucho tiempo, ahora lo rememoro con alerta, dolor e impotencia.

La autora es bibliotecaria y escritora