hora, inmersos en la salida gradual del confinamiento, en la entelequia de sus fases, es el momento de fijar la atención en cada sector profesional, prever las condiciones en que regresará a la actividad y las necesidades que surgirán de aquellas una vez recuperada la rutina. Ahora, a mediados de esta primavera tan extraña, ya no tiene sentido lamentarse por lo perdido, es tiempo de aplicar soluciones para volver a ser.

Igual que han hecho otros en relación con otras disciplinas artísticas, yo quiero exponer aquí una serie de propuestas encaminadas al rescate de la industria literaria en Navarra. Con este término no me refiero solo a las editoriales, sino a las librerías, a los distribuidores y a los autores. A los actores privados de la cadena del libro. En definitiva, a todas aquellas empresas, autónomos y personas físicas que, siendo entes al margen de la Administración Pública, dependen de sí mismos en el desempeño de su oficio, deben ser rentables para poder prosperar.

A menudo, cuando se habla de rescatar a un gremio, de evitar su hundimiento económico, se piensa en la suspensión del pago de impuestos, en la condonación de deudas, en la concesión de préstamos y créditos o en la liberación puntual de otra clase de gastos fijos. Claro. Todo eso debe contemplarse y ponerse en práctica en cualquier caso. Sin embargo, el asunto no puede terminar ahí. Más allá de los incentivos mencionados, debe haber otro conjunto de actuaciones que conlleven una reacción activa por parte de los beneficiados, que provoquen su vuelta inmediata al mercado, que les estimulen de una manera especial precisamente por consistir en órdenes de trabajo. En otras palabras. Se trata de que tanto la administración autonómica como la municipal, partiendo del ejemplo de Navarra, generen "obra pública" dentro del ramo del libro.

Hay una primera medida que ya han introducido otras comunidades y cuya ejecución es muy sencilla. Me refiero a la emisión de cheques individuales para la adquisición de libros por un importe determinado. Sería una especie de vale o cupón canjeable solo en librerías locales. Las consejerías de Cultura y de Educación asumirían la gestión y, de acuerdo con los criterios oportunos, decidirían el alcance financiero y temporal de esta intervención planteada como pistoletazo de salida.

Pero ahí no queda la cosa. Hace unos días, un periódico de ámbito nacional publicaba un reportaje sobre cierta acción pilotada por el gobierno de Franklin D. Roosevelt en el contexto de su programa New Deal. Con el propósito de salvar al mundo del arte de las graves consecuencias de la Depresión de los años treinta, el presidente de Estados Unidos aprobó un paquete de ayudas que permitieron salir adelante a cientos de miles de artistas del país. No eran subvenciones ni subsidios, sino encargos concretos de murales, cuadros, carteles y otro tipo de creaciones destinadas a edificios y espacios públicos.

Entre nosotros debería intentarse algo parecido. Siguiendo ese precedente, podrían aprobarse con carácter renovable, como partida estructural en los presupuestos correspondientes de cada entidad, proyectos por los cuales ayuntamientos, bibliotecas, colegios e institutos, hospitales y cárceles, radios y televisiones, además de adquirir un volumen amplio de libros editados en Navarra, contratasen los servicios profesionales de sus autores. Pienso en tareas como impartir charlas y conferencias, dar cursos y talleres de un formato y una duración adaptados a cada peticionario, coordinar tertulias literarias, organizar lecturas, colaborar de modo periódico en los medios de comunicación, escribir ensayos, artículos y otro tipo de trabajos documentales relacionados con las distintas poblaciones, organismos e instituciones, redactar bandos y discursos para las autoridades, etcétera.

Y si lo anterior se refiere al ámbito público, en el sector privado cabría una iniciativa similar. Podría incentivarse la compra de libros por parte de oficinas y despachos profesionales, de tanatorios y consultas médicas, de locales y establecimientos de hostelería, de manera que, no solo pudieran hacerlo a un precio reducido, sino que su apuesta por la inclusión de esa modalidad de ocio en sus instalaciones supusiera para esas empresas una forma de exención tributaria, un gasto desgravable a todos los efectos.

En la coyuntura que vivimos, todavía impresionados por el riesgo real que constituye el coronavirus para nuestra salud, muchos pueden pensar que la cultura no es algo prioritario a la hora de aprobar inversiones. A este respecto, yo les recordaría lo siguiente. Me remitiría a una escena de la película El editor de libros, basada en la vida del escritor norteamericano Thomas Wolfe y rodada en 2016 por Michael Grandage. En ella, el autor conversa en Nueva York con su editor, Max Perkins. Después de observar en la calle una cola de indigentes hambrientos, de gente arruinada por la crisis de 1929, le confiesa que a veces le parece una frivolidad el hecho de dedicarse a escribir novelas. Que, comparada con la realidad de esas personas necesitadas, la labor del escritor resulta ridícula. Entonces Perkins le responde que no es así. Que no hay nada frívolo ni superfluo en el oficio de narrar. Que ya en la época de las cavernas, cuando los hombres reducían casi todo su tiempo y su esfuerzo a buscar alimento y a protegerse del frío, había un momento en que se reunían alrededor del fuego. Sentados junto a la hoguera, escuchaban las historias que les contaba uno del grupo, y gracias a ellas lograban olvidarse durante un rato de sus miedos y preocupaciones, de todos los peligros que acechaban en la oscuridad.

El autor es escritor