sistimos a un choque entre la libertad de expresión, llevada al límite de la burla, y la capacidad de sentirse ofendido, llevada al límite de quienes no son capaces de tolerar la sátira de lo que consideran más sagrado. Me temo que esta espiral causada por las caricaturas de Charlie Hebdo, y a las que ha seguido una respuesta terrorista brutal, no es más que el comienzo de un conflicto destinado a durar. Me pregunto si habría alguna manera de entender ambas posiciones y buscar un modo prudente de compatibilizar nuestro irrenunciable derecho al humor con una sensibilidad para considerarse ofendido que no nos resulta fácil de entender.

El humor es algo que nos distingue como humanos; la capacidad de ampliar el catálogo de aquellas cosas de las que podemos reírnos (o que tenemos que aceptar que otros rían) constituye una gran conquista de la humanidad. Es un gran signo de madurez no tomarse nada demasiado en serio, especialmente a sí mismo. Forma parte de esta liberalidad el tener que convivir con gustos, expresiones y modos de vivir que nos parecen absurdos, que incluso nos desagradan profundamente, pero por cuyo derecho a existir nos batiríamos todo lo que hiciera falta. No deberíamos renunciar a nuestra libertad de expresión, que incluye el deber de soportar el humor incluso sobre aquello que consideramos intocable por la ironía. Tampoco estamos obligados, por cierto, a que esas caricaturas nos hagan ninguna gracia. La libertad de practicar una religión no incluye el derecho a que ningún aspecto de esa religión pueda ser objeto de sátira por otros.

El derecho a caricaturizar a cualquiera forma parte de este tipo de civilización, abierta y liberal, pero por eso mismo está limitado y debe reconsiderarse en un mundo que no está organizado en torno a una civilización dominante, sino que se configura como una constelación de civilizaciones. Este es el primer asunto sobre el que deberíamos reflexionar. ¿Cómo convive la secularización en una parte del mundo con el fanatismo religioso o, simplemente, la susceptibilidad que podemos juzgar excesiva? Me refiero tanto a la convivencia en un mismo espacio como a esa convivencia peculiar de la globalización en virtud de la cual todos están al tanto de todo y, por ejemplo, Macron y Erdogan comparten el mismo mundo. ¿Qué sentido tiene hablar de "separatismo islámico" cuando todos estamos globalmente juntos y separados al mismo tiempo? La provocación traspasa las fronteras, como también lo hacen el odio o la instigación a cometer atentados terroristas.

Nuestra cultura de la sátira está pensada para sociedades homogéneas y no para las sociedades plurales y globales. En la actual fusión y convivencia de culturas la misma idea de caricatura cambia de significado. Como lo cómico y la ironía, la caricatura solo se entiende en el marco de una comunidad que comparte los códigos simbólicos, fuera de los cuales resulta incomprensible e incluso agresiva. Jacob Rogozinski llamaba la atención sobre el hecho de que las sociedades secularizadas no podamos concebir que cierto ejercicio de nuestra libertad de expresión pueda ser percibido como una ofensa, no solamente por una minoría de fanáticos, sino también por un gran número de creyentes pacíficos de buena voluntad. Si nos hemos acostumbrado a decir cualquier cosa sin pensar en el efecto que puede producir en otros es porque creemos que solo habitamos en nuestro particular mundo, el de la producción, el comercio y la diversión. Hay creyentes incultos, por supuesto, pero también increyentes que no tienen la menor idea qué significa lo sagrado para otros.

Es cierto que nadie tiene el derecho a no ser ofendido, como decía un editorial del The Economist tras los brutales atentados terroristas en Francia, pero también es verdad que nadie está eximido de la obligación de medir las consecuencias de sus acciones. Mi argumento no gira tanto a deberes y derechos como a la convivencia. De hecho, todos tenemos experiencia en la vida privada de haber autolimitado nuestro irrenunciable derecho a la libertad de expresión por no ofender, por motivos de prudencia o para facilitar la convivencia. No tenemos el deber de sacrificar siempre y en todo nuestra libertad de expresión por el hecho de que haya unos fanáticos que no nos la reconozcan, pero sí el deber de examinar si en lo que hacemos y decimos hay algo que pueda resultar ofensivo para alguien, incluidos quienes no tienen, para su desgracia, la cultura de sarcasmo e ironía de la que disfrutamos. Es más fácil establecer una contraposición irreconciliable entre la libertad y el fanatismo que tratar de equilibrar con prudencia nuestra expresión y su sensibilidad. A una libertad de expresarse sin límites le suele corresponder un derecho a sentirse ilimitadamente ofendido. Si todo lo reducimos a cuestiones de principio (la apelación abstracta a la libertad de expresión), seremos incapaces de resolver aquellos conflictos en los que, además de tener razón, hay que tener prudencia. Tener razón no le obliga a uno a hacerlo valer siempre ni le exime del deber de considerar el efecto que pueda tener la propia conducta razonable en aquellos que suelen actuar de manera muy poco razonable.

El argumento que llama la atención sobre las consecuencias es útil también para proteger aquello que la conducta prudente parece sacrificar. Una cosa es que puedan editarse revistas de contenido satírico (cuya compra y lectura no deja de ser un asunto privado, en función de los gustos de cada cual) y otra que las caricaturas se proyecten en edificios públicos o se muestren en una clase. Convertirlas en algo público es un derecho, por supuesto, pero tal vez no sea lo más sensato para facilitar la convivencia, y ni siquiera para proteger la libertad de expresión (que se habrá limitado mucho por una autocensura explicable en virtud del miedo a posibles atentados terroristas). Estaríamos así ante la paradoja de que una cierta autolimitación en el ejercicio de la libertad de expresión puede hacer más por garantizar ese derecho que su despliegue con una retórica de resistencia heroica, sin atender ningún criterio de prudencia. Defender la libertad de expresión y el derecho a caricaturizar es compatible con la autolimitación pragmática para no ejercerlos siempre y de cualquier modo.

Si hay una libertad de blasfemar, faltaría más, es porque también existe el deber de no ofender innecesariamente a nadie. De hecho, la libertad de expresión está muy limitada en casi todas las legislaciones, por lo que no tenemos que elegir entre una libertad absoluta y una autocensura total. Hay una regulación de esta libertad, del mismo modo que está regulada la libertad económica o el derecho de asociación. Como ha señalado la filósofa Donatella di Cesare, precisamente en estos tiempos oscuros de pandemia se pone de manifiesto qué vacía es la idea de libertad de un sujeto soberano que se siente emancipado de cualquier tipo de responsabilidad en relación con los demás. No existe en nuestras legislaciones el delito de blasfemia, pero sí el de odio. No deja de ser contradictorio que se exalte abstractamente la libertad de expresión en un momento en el que estamos debatiendo intensamente sobre cómo combatir el discurso del odio en las redes sociales, cuando la reflexión postcolonial llama la atención sobre la arrogancia implícita en el intento de imponer unos valores pretendidamente universales sobre otras culturas y cuando tratamos de que nuestro lenguaje no resulte ofensivo, discriminatorio o machista.

Hay una frontera muy fina que separa la sátira del desprecio. ¿Es posible ironizar sin arrogancia, un sarcasmo que no implique humillación? Las bromas y las ridiculizaciones no suelen ayudarnos en la tarea de revisar los estereotipos que tenemos de los demás y frecuentemente construyen un cierto tipo de superioridad frente a ellos. Por cierto: ¿qué tipo de burla estaríamos dispuestos a tolerar si el objeto fueran nuestras serias ceremonias de homenaje a las víctimas de los atentados islamistas? ¿Aceptaríamos la ridiculización de los judíos, los homosexuales o las mujeres? Reconozcamos que toda sociedad traza un límite del que no es demasiado consciente entre lo que se puede y no se puede decir. En todas hay algo incuestionable o sagrado, aunque solo sea el derecho universal a la mofa, que nadie puede cuestionar. En cualquier caso, lo que demuestra una mayor madurez y liberalidad no es burlarse de otros, sino ser capaz de mirarse a sí mismo con ironía. ¿Estaríamos dispuestos a tomarnos menos en serio nuestro derecho a ridiculizar a los demás, sean humanos o divinos?

El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Autor de 'Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus'

Nuestra cultura de la sátira está pensada para sociedades homogéneas y no para las sociedades plurales y globales

Si hay una libertad de blasfemar, faltaría más, es porque también existe el deber de no ofender innecesariamente a nadie