l sprint, la carrera constante, provocan estrés. Hay que redescubrir el placer de la lentitud, porque la lentitud protege, ofrece el placer de vivir en paz”. Son las palabras de Boris Cyrulnik a propósito de la crisis del covid-19 y de una posible salida de la pandemia.

Estos tiempos convulsos pueden ser una ocasión propicia para reflexionar sobre la prisa y su colonización en la mayor parte del planeta. Su presencia en el comportamiento individual y colectivo es un hecho. Se ha convertido en un hábito que convierte la vida cotidiana en funcional, impide al ser humano el goce del momento, altera su comportamiento y su salud, y modifica además las relaciones con los otros, pues termina por convertirlo en alguien ansioso, irritable, estresado y mentalmente agitado. No obstante, el individuo que vive deprisa es el icono del ciudadano correcto y moderno que responde a las expectativas y normas sociales de una sociedad ultraliberal y rentabilizadora del tiempo.

Hacer muchas cosas en poco tiempo es una habilidad bien valorada y prestigiada y la lentitud, por el contrario, se considera ineficaz e inútil. Tal como comenta Eugène Ionesco en Notas y contranotas: “El hombre moderno, universal, es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la necesidad, no comprende que algo pueda no ser útil; no comprende tampoco que, en el fondo, lo útil puede ser un peso inútil agobiante”.

En efecto, la celeridad es una temporalidad cuantitativa que se expresa paradójicamente como algo inalcanzable, inestable y recurrente pues, como un tornillo sin fin, la celeridad te cautiva, te sumerge en la sensación de una inacababilidad que, al fin, sólo puede generar frustración. Nunca se termina ese hacer y siempre hay algo que hacer sin dilación. La premura es un elemento activador de los deseos humanos fabricados y manipulados, una consecuencia de la productividad desbocada y del consumo ilimitado. El apremio obstaculiza al que vive apresuradamente el acceso al universo, poco habitual, del momento. Pues la prisa vela la intensidad de lo que está aconteciendo, automatiza la experiencia y la vuelve más superficial frente a la percepción más pausada, que cuando irrumpe, te abre a la viveza de los colores, las formas, la claridad de los sonidos…

El proceso de intensificación de la prisa, su frenesí y la urgencia, fruto de la urbanización, industrialización y tecnologización del planeta ha traído consigo el tráfico, el ruido y la fugacidad. Todo ello ha transformado la visión del mundo, ha generado entornos estresantes y ha sido causa de la desaparición del espacio de una forma de ver reposada capaz de gustar la vida. Como dice David le Breton en Elogio del caminar: “Ya no se puede, como antaño, poner una silla en la acera y ver pasar la vida y la gente. No hay sitio. A veces los bancos dan directamente al tráfico, lo cual no invita precisamente a sentarse en ellos a no ser que se esté muy cansado”.

La visión que representa un mundo que cambia rápidamente simboliza la obsolescencia y la caducidad ininterrumpida de ese universo artificialmente imaginario. Vivimos conectados con exigentes condiciones sociales, laborales y económicas, y estamos además imbuidos de patrones ansiógenos como es el cumplimiento de las metas con éxito. Ello nos impulsa a la adaptación obligada, al estrés y a soslayar la lentitud. De esta manera, arrastrados por la mirada acuciante, estrecha y fragmentada de la prisa, nos convertimos en la cotidianidad en cautivos de la velocidad pautada y ritualizada, y sometidos a ella como el asno condicionado que, atado a la noria, la mueve dando vueltas sin cesar.

Se requiere audacia y lucidez para afrontar el hostil contexto existente hacia la lentitud. Precisa llevar a cabo un aprendizaje en los distintos ámbitos formales e informales de la educación, un proceso transformador para poder aprender a vivir en un ritmo pausado. Liberarse de la prisa, desvincularse de lo presuroso es asumir un ritmo natural, algo que implica generar contextos adecuados para abrirse a experiencias que nos sumerjan en la calma. En definitiva, en un transcurso más íntimo en el que estando incluso en movimiento o actividad te sintonizas al unísono apacible del lento universo, siendo partícipe de esa calma.

Ante el hechizo de la celeridad y el consumo, no es tarea banal favorecer ámbitos que inviten a la tranquilidad y al sosiego. Ayudaría en este sentido desarrollar y fomentar más intensamente espacios de naturaleza desturistizados, darles protagonismo en pueblos y ciudades a los jardines y los bosques, a las riberas de los ríos o al mar. Espacios que inviten a la lentitud, que favorezcan y contribuyan a desmantelar de la mente humana la celeridad y la impaciencia. Universos de naturaleza de sonoridad natural fuera de la especulación y de la mercantilización. Nos referimos a inventar, como dice Gilles Clément en Jardins, paysage et génie naturel: “Un nuevo modelo, adaptado a la finitud del espacio y la fragilidad de la vida en este planeta. Para eso necesitaríamos un poco de tiempo. No este tiempo de urgencia y competencia, sino el de la creación, territorio permanente de subversión, íntegramente contenido en el arte. Por eso invito a los ociosos, a los supuestamente inútiles, a los lentos, a los damnificados de la velocidad a que vengan y construyan el proyecto del mañana. Necesitamos su resistencia a la respuesta inmediata, su capacidad para sorprenderse, para tomarse el tiempo y dejar que siga su curso”.

Todo un programa de vida que constituye un programa político transformador, y a estas alturas imprescindible para la preservación de la vida humana en nuestro planeta.

La autora es doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación