stos días se suceden las noticias sobre los casos de cargos políticos que, contraviniendo el protocolo de actuación y el orden de prioridades establecidos para el proceso de vacunación, han recibido la primera dosis. Se trata de alcaldes, consejeros autonómicos, diputados provinciales, directores de hospital y otros empleados públicos de diferentes partidos y procedencias, que, junto a algunos de sus allegados, han tenido la desfachatez de arremangarse y desnudar el brazo hasta el hombro para ser inmunizados sabiendo que no les tocaba todavía, conscientes de que no pertenecen a los grupos previstos para esta fase inicial.

Como es habitual siempre que se detecta una irregularidad y se pone al infractor frente a la misma, también en esta ocasión los listos de turno han protagonizado una huida hacia adelante. A pesar de la evidencia de los hechos reprochados, casi todos se han enredado en un laberinto de pretextos y mentiras. Han empezado a mencionar motivos y a dar explicaciones, a arrastrar a otros al propio lodazal, y entonces todo ha ido a peor. Unos alegan que se lo han pedido o recomendado sus colaboradores; otros, que fueron persuadidos en ese sentido. Unos dicen que iba a desperdiciarse la dosis o que había unidades de sobra, otros se amparan en alguna enfermedad grave, un mal sin ninguna relación con la covid-19 pero que a ellos les hace creerse con derecho a ser vacunados antes que los demás.

Y el asunto no queda ahí. Me refiero a la performance de los espabilados. Después del capítulo de excusas y de embustes, de rechazar la acusación y endosar la culpa a terceros, llegaba su minuto de gloria. Sí, porque una constante en sus declaraciones ha sido la de atribuirse un mérito, la de añadir un trofeo más a su currículum. Preguntado por la razón que le llevaba a disculparse aun no reconociendo ningún error, el consejero de Sanidad de Murcia dijo que lo hacía "porque él es así". En una intervención parecida, su homólogo de Ceuta contraatacó afirmando lleno de orgullo: "Yo no me vacuno nunca de gripe, a mí no me gustan las vacunas". Como puede apreciarse, estos individuos y otros similares no sólo se consideran legitimados en su proceder, sino que han querido aprovechar esta oportunidad, esta comparecencia ante los medios, para destacar un rasgo simpático de su carácter.

Los comportamientos descritos nos recuerdan que hemos entrado en un nuevo estadio de la pandemia. Hasta hoy, la situación de contagio y de crisis sanitaria, de restricciones y confinamientos, de cierres y quiebras ha dado lugar a una serie de reacciones entre la población. Hasta hoy, ha habido opción para el heroísmo y las pequeñas proezas, para la trifulca y los enfrentamientos, para los gestos bondadosos y la solidaridad. Sin embargo, ahora comienza algo diferente. Ahora hay un atisbo de esperanza, un principio de solución en forma de vacuna. Y como todo lo que llega a modo de producto, en un objeto concreto, este antídoto también está sujeto a los factores de siempre. A las condiciones de fabricación, de transporte, de suministro, de conservación, de aplicación. Igual que otras mercancías, debe ser recibida, guardada y administrada por seres humanos. Claro, todo eso ya ocurrió con las mascarillas, con los EPI, con los respiradores, pero esta vez es algo más esencial. Es algo vital. Esta vez el asunto consiste en ser vacunado o no. Esta vez, cuando menos para ciertos colectivos, recibir las dosis a tiempo puede suponer vivir o morir. Y es entonces cuando surgen las respuestas que recogía más arriba. Es entonces cuando hacen su aparición esos personajillos de los que hablaba al principio. Son los mismos que vemos a veces en el cine o en la televisión. Sí, los hombres que se subían a los botes del Titanic cuando no les correspondía, o el capitán del Costa Concordia abandonando el barco antes que nadie. Éste es su gran momento. La pandemia ha alcanzado su clímax con ellos.

Más allá de la picaresca, de la cobardía y de la falta de dignidad de los miembros de las instituciones que he mencionado, hay en este caso, hay en nuestro país algo más profundo. Un fenómeno social que tiene que ver con todo eso, que es en gran medida una de sus causas. Me refiero al concepto de autoridad. A una interpretación errónea del mismo. Me refiero a que en España no se ha entendido bien qué es una autoridad, quién tiene legitimidad para serlo y, sobre todo, cómo debería ser nuestra relación con esas personas investidas de autoridad. Aquí ocurre que, en cuanto se otorga a alguien un cargo institucional, en cuanto se le nombra algo, en cuanto se le asigna un puesto político, los demás desarrollan naturalmente un servilismo y una reverencia ridícula hacia él. De la noche a la mañana, quien era nuestro vecino en el pueblo o en la ciudad, en la escalera o en la urbanización, es decir, un individuo como nosotros, tan dotado o limitado como nosotros, se convierte en edil, alcalde, diputado, consejero, director o presidente, y nuestra actitud hacia él cambia de raíz. De repente, ya no es Juan ni María, ya no es Pérez ni García, ya no es la señora Olmos ni el señor Torres, ahora es el señor alcalde, la señora consejera, el señor director o la señora presidenta. Y no es una cuestión de respeto ni de cortesía, no tiene nada que ver con el tratamiento. No, lo que sucede ahí es que una especie de complejo de inferioridad innato, quizá un resabio de tiempos remotos, hace que nos cuadremos ante esas personas por muy mediocres, ineptas y corruptas que sean. Sucede que una idea equivocada de lo que debe ser un dirigente, un gobernante, una convicción enquistada según la cual creemos que esos individuos son mejores que nosotros, están más preparados que nosotros, nos lleva a obedecerles, seguirles y adularles en cualquier circunstancia, al margen de quiénes sean, de lo que hagan, de lo que consigan y de cómo se comporten. A partir del momento de su nombramiento, como si éste fuese una canonización civil, se les empieza a rendir pleitesía. Desde ese instante, igual que en los milagros de la Biblia, quien era un auténtico merluzo, un zoquete de tercera fila, se transforma a nuestros ojos en la autoridad. Y, claro, cómo vamos a negarle algo a la autoridad. Cómo no vamos a tener deferencia o un detalle con el señor alcalde, la señora consejera, el señor director o la señora presidenta. Cómo no vamos a darles preferencia.

¿Qué pasa a continuación? ¿Cómo sigue la historia? Pues que llega un virus mortífero, y más tarde una vacuna capaz de neutralizarlo, y nosotros les damos a esos señores y señoras las dosis sobrantes como buenos súbditos que somos, con la alegría de quien se sacrifica por el amo, y ellos las aceptan convencidos de que se fabricaron por su bien.

El autor es escritor