na de las expresiones más frecuentes de estos días que más se emplea y más se oye en todas partes es la de "volver a la normalidad" o la de "recuperar la normalidad". Con ella nos referimos a lo que había antes de la pandemia, al tiempo que quedó interrumpido por ésta. Aludimos a la vida que llevaba la mayoría de nosotros hasta marzo de 2020, al conjunto de tareas, costumbres, afanes y empeños en que estábamos metidos entonces.

Sin embargo, si lo pensamos bien, tampoco aquello era normal. Ya hacía mucho que no lo era. Me refiero a que, cuando aún estaba muy lejos la covid-19 y todas las consecuencias derivadas que sufrimos en este momento, ya éramos diferentes. Ya habíamos cambiado. Ya éramos incapaces de vivir en eso que llamamos normalidad.

¿Qué nos ocurría? ¿Qué nos ocurre aún, más allá del virus? Sucede que sólo aceptamos lo especial. Que nos hemos aficionado de tal manera a lo espectacular, a lo excepcional, a lo extraordinario, que ya no distinguimos entre eso y lo habitual. Todo debe ser emocionante, excitante, único. Sí, porque de lo contrario, tenemos la impresión de no estar vivos, de no experimentar nada valioso, de llevar una existencia inútil. En las jornadas usuales, convencionales que todavía hay, nos parece que perdemos el tiempo, que desperdiciamos las horas, que éstas se nos van en acciones vulgares, obtusas y anodinas. Lo cotidiano ya no es sinónimo de familiar, ya no equivale a tranquilidad, confianza o sosiego. De pronto, es algo relacionado con la rutina, con la repetición, con el aburrimiento. Con algo que no deseamos para nosotros. Con algo que no encaja en nuestro perfil.

En Retrato de un amigo, el relato que Natalia Ginzburg escribió sobre Cesare Pavese poco después del suicidio de éste, la autora italiana le describe con cariño diciendo: "veíamos perfectamente dónde se equivocaba, en su resistencia a doblegarse, amándolo, al curso cotidiano de la existencia, que avanza uniforme y aparentemente sin secretos. Así pues, le faltaba por conquistar la realidad cotidiana, pero le estaba prohibida y era inasible para él, que ante ella sentía a un tiempo sed y repugnancia".

Sí, algo de eso nos pasa. Y nuestra lucha absurda contra los días normales, contra la normalidad en general, se traduce en una necesidad permanente de celebrarlo todo, los triunfos y los segundos puestos, la flor natural y el accésit, las medallas de todos los metales, de aplaudir cualquier esfuerzo por obligado o debido que sea. Y cuando no ganamos, tampoco perdemos, pues hay lotes de consolación para todos. Y ese mismo rechazo a las jornadas corrientes nos lleva a dedicar cada una a algo concreto, a la igualdad o a la fraternidad, a la poesía o a la radio. No soportamos que sean sólo sencillos días de la semana, así que les endosamos un adjetivo o un destino. Y ya no felicitamos a los familiares y amigos sólo en su cumpleaños, sino también en el santo, en el aniversario de boda o cuando llevan cierto tiempo en su trabajo. Ah, y con los años sucede otro tanto. Basta con saber contar, con recurrir a los números redondos para recordar que se cumplen tantos siglos, tantas décadas o tantos lustros del nacimiento o de la muerte de un personaje célebre. Entonces decimos que éste es el Año Beethoven, el Año Humboldt o el Año Darwin, y organizamos cosas para seguir festejándolo.

Y como algunos días todavía se rebelan e insisten en seguir siendo ordinarios, laborables, mondos y lirondos, aún perseveran en su deseo de estropearnos la fiesta, hemos inventado el Black Friday, ese viernes apoteósico de finales de noviembre, para que el otoño no sea tan largo, para poder llegar antes a Navidad, y el Blue Monday, ese lunes de mediados de enero que antes era triste y desconocido, y que ahora es triste pero por lo menos singular.

No, no hace falta que ningún gobierno decrete el Estado de Excepción, nos hallamos siempre en él. Por eso, cuando nieva más que otros inviernos, decimos que ha sido la nevada del siglo, y a continuación solicitamos la declaración de zona catastrófica. Y también disponemos de los términos gota fría, dana y ciclogénesis explosiva para las veces en que llueve mucho, y les ponemos nombres a las borrascas, Filomena, Gaetán o Justine, porque sería inaguantable para nosotros que se tratara únicamente de sistemas de altas y bajas presiones propios de cada estación.

Eso es, necesitamos que ocurra algo. Que sea bueno o malo es lo de menos. En su relato Es wird etwas geschehen, Heinrich Böll describe con humor el funcionamiento de una empresa, su ritmo productivo y frenético, y cuenta cómo su gerente, el señor Wunsiedel, entra cada mañana en las oficinas y saluda a su personal gritando ¡Algo ha de suceder!, y todos los empleados responden al unísono: ¡Algo va a suceder!

Claro, todo esto tiene un componente anímico, está relacionado con nuestra excitación. Igual que el señor Wunsiedel a sus subalternos, nosotros también exigimos diariamente sucesos, acontecimientos, eventos que nos estimulen. Los exigimos en la realidad y en la literatura. Pedimos hechos sensacionales. Por ese motivo, antes los terremotos se registraban, pero ahora se sienten. Por eso ahora no es suficiente con emocionarnos de vez en cuando, ahora se nos insta a "gestionar nuestras emociones". Porque hoy todo tiene que ser sentido, impactante, emotivo.

Y dado que lo más emocionante es la vida de los famosos, donde ya no hay días cotidianos, donde ya se ha erradicado lo común como se limpia la mancha inoportuna de un traje, gran parte de la población aspira a ser famosa. He ahí, en esa gloriosa forma de vivir, el paradigma de lo extraordinario, de lo excepcional. He ahí el torbellino de sobresaltos, el carrusel de éxitos y fracasos, de celebraciones y tragedias, de risas y llantos que anhela todo aquel que no se conforma con ser un cualquiera.

Por otro lado, nos gusta que nos lo cuenten. Que nos narren las peripecias de todas esas biografías magníficas. En una de las escenas finales de Sin destino, la gran novela de Imre Kertész, su protagonista regresa a Budapest después de haber pasado muchos meses en Auschwitz y en otros campos de concentración. Cuando el muchacho se sube al tranvía, la gente reconoce por su ropa y por su aspecto de dónde viene. Le miran con compasión y algunos se atreven a preguntarle por esa experiencia, por el horror de los Lager. Sin embargo, György piensa que no es eso de lo que le gustaría hablar. Él querría hablarles de los días normales del cautiverio, querría que comprendieran que incluso allí había cierta normalidad, que incluso entonces había monotonía y algunos instantes felices.

Sí, creo que hemos perdido algo esencial por el camino, eso que mencionaba Ginzburg en su relato, la virtud de aceptar y disfrutar el curso cotidiano de la existencia. Quizá dentro de un tiempo, cuando casi todo el mundo sea famoso y haya citas en lugar de días, echemos de menos el anonimato y añoremos aquella época en que nos bastaba con respirar discretamente sobre la tierra.

El autor es escritor

Cuando aún estaba muy lejos la covid-19 y todas las consecuencias derivadas que sufrimos en este momento, ya éramos diferentes

Igual que el señor Wunsiedel a sus subalternos, nosotros también exigimos diariamente sucesos, acontecimientos que nos estimulen