a crisis de 2008 pareció generar un acuerdo general en que había que cambiar las reglas del juego. Aquello duró poco, más o menos hasta que quienes habían necesitado los recursos públicos para sobrevivir consiguieron acogotar al sector público a cuenta de la deuda acumulada precisamente para salvarles el tafanario. La crisis pasó sin que se acometieran las reformas que debían afectar al funcionamiento del sistema económico, al sostenimiento del Estado del bienestar y a la reducción de desigualdades. Cualquier persona avisada ya entenderá que todo eso requiere políticas redistribuidoras decididas que implican, entre otras cosas, cambios fiscales de calado. No es el momento -decían-, la prioridad es salir de la crisis. Así que el tan mentado nuevo modelo económico se quedó en nada, como la refundación del capitalismo o aquella insistencia en el crecimiento verde o la sostenibilidad.

Esto ha ocurrido a todos los niveles políticos y de gobierno. La UE, con abundante verborrea -oscura y tecnocrática, pero muy cool- desparramada en un sinnúmero de planes e informes al dictado del oligopolio de consultoras, prosiguió implacable una agenda neoliberal que va restando poderes a la ciudadanía en beneficio de la capacidad de arbitraje (jueces y parte) de las grandes corporaciones. En España los impostados discursos sobre reformas estructurales se tradujeron en precarización, mordazas y el recurso facilón y engañoso al sector turístico -digno sucesor del de la construcción- como tabla de salvación. En Navarra, el enfoque tecnocrático de la acción política, suavizado por un barniz de buenismo social, lo ha fiado casi todo a la recuperación de los ingresos por el automatismo del ciclo económico expansivo. Como esto viene tras años de recortes y de debilitamiento de lo público -muchas veces no tanto por buscar mejoras de eficiencia (a menudo el efecto es el opuesto), como por generar negocio a depredadores de los presupuestos públicos-, se entra en una dinámica perversa en la que a cada paso adelante siguen dos atrás. Era cosa de esperar a la siguiente recesión.

El cambio de ciclo llegó -siempre llega-, debido esta vez a una causa que la economía, con su miopía y desprecio de cuanto queda fuera de la estricta relación entre producción y consumo, denomina exógena. Y volvemos a las mismas. Quedan al descubierto con toda crudeza los efectos de la depauperación de lo público, las desigualdades se agudizan, la capacidad de respuesta es mínima y, al mismo tiempo, todos los agentes -grandes y pequeños- se vuelven al sector público en busca de salvación.

Ciertamente, esta vez la cosa es diferente, porque en Europa se ha decidido que sea diferente. Frente a la inhumana austeridad de 2011 y la aplicación estricta de los criterios de estabilidad, esta vez la respuesta es una intervención decidida, un impulso para evitar el marasmo, en la mejor ortodoxia keynesiana. Los titulares suenan bien: suspensión temporal del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, paquetes millonarios para apuntalar el sistema sanitario, facilitar liquidez a las empresas o impedir la destrucción masiva de empleos; nombres atractivos (Next Generation EU, React EU, Mecanismo de Recuperación y Resiliencia); cientos de miles de millones de euros, una parte a fondo perdido y otra en préstamos a bajo interés; insistencia en su dedicación a proyectos concretos relacionados con la digitalización y la sostenibilidad ambiental y social (transición ecológica y social y transformación digital, dicen los documentos oficiales).

La letra pequeña es un poco más confusa: anclaje a un Pacto Verde Europeo (PVE, European Green Deal) concebido como “la estrategia de crecimiento de Europa”, en busca de una “economía eficiente en el uso de los recursos y competitiva”. Sigue sonando bien, siempre que no entremos a analizar los componentes: crecimiento, eficiencia, competitividad, disociación (decoupling) del crecimiento económico y el uso de los recursos. Es cierto que la UE ha avanzado incluso por encima de lo previsto en la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), que fue del 20,7% entre 1990 y 2018, cuando lo previsto era el 20% para 2020, lo que permite al Pacto Verde intensificar el objetivo para 2050. No obstante, parte de esa reducción es una mera exportación de emisiones, como muestra, por ejemplo, la brecha de emisiones entre consumo y producción. El International Resource Panel de la UNEP estimaba en su informe de 2014 (Decoupling 2) que para 2050 cada unidad de PIB debería ser obtenida con entre un 25% y un 10% de los recursos materiales utilizados hoy, incluyendo los incorporados a bienes y servicios importados. Algo ciertamente complicado y cuya consecución se fía en gran medida a tecnologías hoy por hoy inexistentes, cuando el problema es real, tangible, comprobable y su solución requiere cambios culturales y sociales de gran calado y no meramente técnicos, como interesadamente se quiere transmitir. Una vez más, da la impresión de que seguimos sin extraer conclusiones de la situación y con pocas intenciones de encarar un cambio hacia un modelo que sea verdaderamente sostenible y que el mitificado green capitalism no nos va a traer porque es genéticamente incompatible con él. Este concepto, como los de crecimiento verde o ecocapitalismo han contribuido poderosamente a oscurecer -que no eliminar o superar- las contradicciones entre sostenibilidad económica y ecológica.

Por su parte, la digitalización se ve como una respuesta a retos económicos a través de la innovación, la modernización tecnológica y los incrementos de productividad; pero también como mecanismo de inclusión social al favorecer la reducción de desigualdades interpersonales y territoriales, particularmente entre el ámbito rural y el urbano o en la educación. Se da por sentado que su impacto ambiental será positivo, pero no faltan voces que apuntan a efectos negativos sobre emisiones, consumo masivo de energía y agua, así como de recursos no renovables o generación de residuos y cambios en usos de la tierra.

Desde el punto de vista social se busca una recuperación inclusiva, centrada particularmente en salarios mínimos justos, protección del empleo, estímulo del empleo juvenil, reducción de la brecha salarial o refuerzo de servicios básicos. En este sentido, mecanismos del tipo de los ERTE (job retention policies) han sido cruciales para evitar la destrucción masiva de empleos y un incremento aún mayor de las desigualdades. También se concede gran importancia al mantenimiento de un sistema sanitario potente. Todo ello requiere una base fiscal sólida, puesto que mantener el gasto público que todo ello exige mediante la acumulación de deuda es impensable. De ahí surgen propuestas académicas, no mal acogidas en círculos políticos, sobre la necesidad de incrementar la capacidad fiscal, particularmente en relación con los beneficios empresariales y las grandes fortunas.

En Navarra se repite el esquema. Terminología tecnocrática que solo ahora empieza a concretarse en iniciativas y omnipresentes proyectos estrella, como el TAV o la agricultura intensiva, de dudoso encaje en los principios proclamados, al menos desde el punto de vista de la sostenibilidad o la cohesión social. Las posibilidades quedan al arbitrio de los fondos que se puedan recibir. De hecho, el instrumento central de actuación, el Plan Reactivar Navarra, contempla un incremento del gasto presupuestario total del 5% entre 2021 y 2023. Se trata, pues, de una mera reordenación de iniciativas ya existentes.

En suma, abundante palabrería, envoltorios brillantes, posibilidades reales y mucho escepticismo. Si bien cabe esperar un cambio cualitativo en la concepción del papel del sector público y la importancia de la inclusión social y de los retos ambientales, está por ver que ello vaya a suponer un verdadero cambio de modelo económico y social. Una vez más.

El tan mentado nuevo modelo económico se quedó en nada, como la refundación del capitalismo o aquella insistencia en el crecimiento verde o la sostenibilidad