ranciscanos/as y clarisas, benedictinos/as, mercedarios/as, compañeros y compañeras de Jesús inspiradas por Ignacio de Loyola, hombres y mujeres carmelitas, pasionistas, maristas... una lista sin fin. Nacieron para socorrer, acompañar, educar, sanar, cuidar a los sin nadie y sin nada. O para dedicarse a la vida contemplativa, trabajando y orando, viviendo a fondo, siendo en comunión profunda con todo. Esas mujeres y hombres, a lo largo de los siglos, han dado al pueblo lo mejor de sí con admirable entrega y desinterés, y el pueblo los ha sostenido material y espiritualmente con inmensa generosidad. Nuestros pueblos y ciudades llevan su impronta.

Pero la vida religiosa -al igual que la época de las religiones tradicionales- toca a su fin. No quiero decir que aquello para lo que las congregaciones y órdenes nacieron -compasión samaritana, esperanza subversiva, fraterno-sororidad universal- haya perdido valor. Nunca lo perderá, esperemos. Pero en los últimos 60 años se ha desmoronado el marco cultural (teológico y antropológico) sobre el que, desde el s. XIII, se ha sustentado esa forma de vida, y su mismo nombre.

Nuestra visión del mundo y del ser humano, de la materia y del espíritu, del cuerpo, de la sexualidad y del género... y, en consecuencia, nuestra imagen de Dios, han cambiado profundamente. Ya no se sostiene que el celibato sea más humano o acerque más a Dios o a la vida que la práctica de la sexualidad, ni que la obediencia a un superior sea valiosa por sí, ni que porque la propiedad de los bienes recaiga sobre la congregación y no sobre el individuo religioso éste vaya a ser más responsable y solidario. Tampoco se sostiene que los tres votos sean consejos dados por Jesús de Nazaret a quienes quisieran seguirle más de cerca, más entregada y proféticamente. Y aunque Jesús los hubiera aconsejado, no por eso nos valdrían hoy, al igual que ya no nos valen sus ideas sobre el origen y el fin del mundo, la creación del ser humano, ángeles y demonios, o sobre el Dios creador.

Se han derrumbado los pilares sobre los que se ha apoyado y justificado la vida religiosa desde sus orígenes hasta hoy. Y por eso, simplemente por eso, están desapareciendo en la Europa occidental las vocaciones a esa forma de vida, en un proceso que se veía venir pero no se supo ver. No están desapareciendo las vocaciones a la vida en su hondura, sino al modelo teológico y canónico de la vida consagrada. La metamorfosis cultural-religiosa, los datos sociológicos y la trayectoria de fondo indican que, dentro de dos o tres décadas, la inmensa mayoría de los monasterios, conventos y casas religiosas de los países europeos quedarán vacías. Y todo apunta que lo que sucede aquí sucederá más pronto que tarde en todos los continentes, al igual que, por ejemplo, en Castilla y Andalucía ya pasa lo que pasó antes en el País Vasco o Cataluña, o en Italia y en España, o incluso en Polonia pasa hoy lo que antes pasó en Francia, Dinamarca o Suecia.

¿Tendrán las congregaciones religiosas la lucidez necesaria para comprender el signo de estos tiempos y para convertir su proceso de muerte en camino de vida, su disolución institucional en transformación espiritual? ¿U optarán por cerrar los ojos, huir adelante y condenarse a la decadencia, buscando vocaciones como sea o importándolas de donde sea? Saber vivir culmina en saber morir, en dejarse transformar enteramente.

No puedo aquí dejar de referirme a otro reto mayor, ligado al anterior o derivado de él: ¿qué destino procurarán las congregaciones a sus templos, santuarios y conventos, casas y propiedades, que no son pocas, para cuando sus comunidades se cierren, y justamente para que su carisma originario y su historia más auténtica no se extingan? Es justo que aseguren para todos sus miembros, mientras vivan, las condiciones necesarias para una vida digna. El resto no les pertenece, por muchos y muy legales títulos de propiedad de que dispongan. Lo que no necesitan pertenece al pueblo. Fue el pueblo quien, directa o indirectamente, edificó sus templos y conventos. De ningún modo debieran parar en manos del mejor postor.

Que vuelvan, pues, al pueblo, a las instituciones públicas, pero no mediante venta a precio de mercado, pues esto equivaldría a hacer pagar por segunda vez a los contribuyentes el convento o la iglesia o la propiedad que los contribuyentes o sus antepasados (o los reyes y señores que los explotaron) regalaron a las congregaciones. Que éstas desacralicen sus templos y santuarios para reconvertirlos en lugares de espíritu y de vida donde el pueblo pueda respirar en paz, gozar de silencio, reunirse y fomentar la convivencia, soñar otro mundo mejor, disfrutar la belleza de la música y de la palabra, celebrar el amor y el nacimiento, despedir a los muertos y aliviar el duelo. Lo demás, incluidos los traspasos a las curias generales y a las instituciones diocesanas, sería una traición de las congregaciones al carisma que las alentó, un fraude al pueblo que las sostuvo y al que se consagraron, una afrenta a la memoria de nuestros padres, abuelos y antepasados.

Escribo estas líneas en vísperas del 2 de febrero, fecha en que se celebra en la liturgia católica el día de la vida religiosa. En la misa se volverá a leer el bello pasaje imaginario de Lucas sobre dos ancianos profetas, Simeón y Ana, que reciben al niño Jesús en su presentación en el templo de Jerusalén. Simeón, "hombre justo y piadoso", "esperaba el consuelo de Israel", de todos los pueblos. Abre los ojos, ve a Jesús y reconoce la luz de un mundo nuevo, y dice a la Vida: "Puedes dejar a tu siervo irse en paz". Ana es viuda desde muy joven, tiene 84 años, y ahí está, presente. Abre la boca, toma la palabra y "habla del niño a todos los que esperan la liberación". No os encerréis en el templo, dice, abrid sus puertas, no hay más claustro que el mundo. No miréis al pasado, otro futuro es posible.