rutalidad, atrocidad, inhumanidad, barbarie... no bastarían los diccionarios para describir lo que, impotentes y atónitos, angustiados, estamos viendo estos días en las llanuras y en las ciudades de Ucrania, en el corazón de la civilizada Europa. ¿Cómo hemos podido -sí, en primera persona del plural- llegar hasta aquí en los años 20 del siglo XXI, hasta el borde mismo de una tercera guerra mundial, nuclear esta vez, después de las dos guerras mundiales que también nacieron aquí, en la Europa de las ciencias y de la razón, la Europa de las libertades y de los derechos humanos, la Europa cristiana garante de la dignidad, de los valores humanos, de la fe en la humanidad? ¿Será todo pura mentira? Me embarga la tristeza.

Pero uno mi débil voz como puedo al clamor de Ucrania y a las protestas de los valerosos jóvenes en las plazas rusas. En este filo del abismo en que nos hallamos, lo más urgente es detener esta guerra por todos los medios razonables: diplomáticos, políticos, económicos -¿estaremos dispuestos a pagar el precio o preferiremos asegurar el gas de nuestra calefacción y nuestros índices de crecimiento?-. Por todos los medios racionales, y... me estremece el decirlo, pero lo digo: también por la acción militar, hasta donde sea estrictamente imprescindible.

Y lo digo a sabiendas de que la guerra es siempre un fracaso de la humanidad y fuente de indecibles sufrimientos injustos. Sería más ético y valeroso que todas las plazas rusas se inundaran de protestas activas y pacíficas contra su cruel gobierno, que todas las carreteras de Ucrania se llenaran de columnas de resistentes con brazos en alto frente a los tanques rusos. Pero ¿cómo podríamos pedirles tanto heroísmo martirial mientras nosotros mismos no expusiéramos nuestras vidas junto con ellos y en primera línea de fuego? Ucrania tiene derecho a hacer frente y a ser ayudada para acabar con esta feroz agresión. Es urgente. Sepamos, sin embargo, que la resistencia armada nunca bastará, y que nunca ha de sobrepasar el criterio de la razón de nuestro ser: el Bien Común de la Tierra y de toda la humanidad.

Lo importante no se agota en lo urgente. Y no podemos olvidar que esta historia no empieza con la intolerable invasión rusa del 24 de febrero, sino antes, con las manifestaciones europeítas de la plaza de Maidán y el derrocamiento de Yanukovich en 2014, y con las fantasías paranoicas de Putin, antes aún, con el colapso de la Unión Soviética en 1989 y el desordenado desmantelamiento de su imperio, antes todavía, con la institución de la OTAN y la despiadada guerra fría que siguió, y muchísimo antes, con el establecimiento -siempre violento- de todas las fronteras estatales, y con la ambición de todos los imperios grandes o pequeños. Y con el miedo y la avidez arraigados en los genes y las neuronas del género Homo, que en la especie Sapiens ha llegado a niveles de violencia -y de demencia- jamás conocido por ninguna otra especie viviente de la Tierra. Vamos camino de la aniquilación general.

¿Tendremos aún remedio? No por la guerra. Una guerra defensiva puede ser justificada, y lamento profundamente verme abocado a pensar así. Pero debería ser la última opción y limitarse al máximo en el tiempo y en el daño, y estar inspirada en última instancia, no por el odio y la sed insaciable de poder y de venganza contra el agresor, sino... por la compasión y por el deseo de salvarlo de sí mismo. Una guerra defensiva debería, por lo tanto, estar precedida por todos los intentos posibles de diálogo y entendimiento político. No habrá solución para Europa ni para el mundo si los pensamos en términos tribales, imperiales, coloniales, estatales, unos contra otros para desgracia de todos. No habrá solución mientras no nos pensemos, nos tratemos y organicemos como comunidad fraterna en la comunidad sororal de los vivientes. La guerra es un fracaso.

Deténgase, pues, este infierno por todos los medios éticos al alcance, pero, si queremos evitar el próximo infierno que podría ser aún más ardiente y planetario, promuévase la gran política planetaria, la única razonable en el siglo XXI, inspirada por el espíritu de la fraternidad de todos los pueblos sin fronteras, el espíritu de la vida y de su gozo, de su llama creadora.