No hace mucho, en un acto electoral de la izquierda en mi pueblo, una mujer pidió la palabra y dejó una pregunta en el aire: “¿Qué vamos a hacer con la inmigración?”. Creo que toda la sala se incomodó en los asientos ante una pregunta tan políticamente incorrecta. Como nadie le respondía, la mujer siguió exponiendo que toda la vida había votado a la izquierda y apoyado sus reivindicaciones; que había trabajado siempre en limpieza a domicilio y, casi a las puertas de la jubilación, debía trabajar por la mitad de salario o su trabajo lo harían los inmigrantes. No tuvo respuesta adecuada y la mujer se quedó sola y malvista, víctima del tabú que impide en este país hablar del tema sin complejos. Lo políticamente correcto, socapa de la hipocresía.

Digámoslo claro: la migración masiva es una lacra que hipoteca a los pueblos que vacía; que lastra y desarticula a los pueblos que la reciben, sobre todo a los que, como el vasco, no tienen libertad para decidir sus políticas migratorias; que esclaviza a los parias que abandonan sus hogares; que desarma a los trabajadores locales y hace peligrar sus conquistas sociales. Felices sobre el tablero del mundo, los más ricos se ríen de todos nosotros y con sus resortes mediáticos nos inyectan una moralina barata y una catequesis dizque humanista, para que todos los progres aplaudamos la migración masiva como un nuevo maná y no como el cáncer que es, inoculado por los dueños del planeta.

Una vez más traemos a las mientes la gran derrota que para las mayorías del mundo supuso el hundimiento de la URSS. Y no porque el soviético fuera el modelo ideal, sino porque para su neutralización, durante la guerra fría, los ricos, sobre todo en Europa, se vieron obligados a ceder a la clase trabajadora las ventajas del Telón de Acero: las 8 horas, jubilación, vacaciones, deporte, derechos a la mujer, guarderías, sanidad y educación, ayuda al desempleo, vivienda. Fue el estado de bienestar, la socialdemocracia, el auge del sindicalismo europeo que, sin restar mérito a sus luchas, no hubiera llegado tan lejos sin la referencia temida del hermano soviético.

Caído el muro, los capitalistas se abalanzaron como hienas sobre la URSS repartiéndose sus logros a dentelladas. Conseguida la hegemonía ¿por qué mantener en el mundo occidental unos derechos que encarecían la mano de obra y obstaculizaban la acumulación? La solución fue sencilla: unas cuantas guerras en África y Oriente Medio para robar dos cosas a un tiempo: recursos naturales y mano de obra barata. Esclavos del siglo XXI que además vienen solos, sin necesidad de barcos negreros. En el año 2015 la canciller Merkel decidió acoger hasta un millón de refugiados sirios, ante las protestas del gobierno de Siria que reclamaba esa gente para levantar su propio país, devastado por Occidente. ¿Alguien es tan necio como para pensar que Merkel actuó por solidaridad? Las grandes corporaciones alemanas ya tenían un instrumento ideal para la reducción de los costes y de paso, Europa destruía el tejido social y laboral de unas naciones emergentes y ricas en recursos naturales.

Y esa bárbara migración, dedicada a impulsar beneficios empresariales explotando al recién venido y estrujando más al nativo, es perfectamente compatible con el cierre de las fronteras del mar o las vallas de Melilla: los millones que se quedan fuera son el mejor escaparate de la precariedad y de lo que nos espera a los demás si no bajamos la cerviz. Durante generaciones, los recién llegados serán ciudadanos de segunda, bolsas en el límite de la exclusión social, con sus secuelas de marginalidad, delincuencia y choque de culturas. De mantenerlos ahí se encargarán los partidos de ultraderecha, fomentando el odio, el miedo al extraño y, de paso, incrementando policías y leyes restrictivas. Vox, perro de presa del gran capital, necesita los emigrantes para engordar, tanto como su amo.

Desgraciadamente, la izquierda vasca, y en general toda nuestra generosa Euskal Herria, nos hemos convertido también en cómplices de esa política criminal de los dueños del mundo. Hemos puesto más atención en atender a los recién llegados y a protestar por sus vicisitudes en el cruce del Mediterráneo, que atacar al mal en su origen.

Si se debe atender dignamente a todo el que venga –faltaría más– mucho más se debe procurar que no se vea obligado a venir. La defensa radical de los derechos de refugiados y migrantes debe ser pareja con la lucha por frenar la migración, de la misma manera que las ayudas a los parados o a los enfermos deben ir parejas con la lucha contra el paro y la enfermedad.

La solidaridad debe comenzar por el antimperialismo, por el rechazo a las guerras, por no robar los recursos de otros países, por pagar entre todos y todas, con nuestros impuestos, la reconstrucción de esas naciones. Hay muchas formas de ejercer la solidaridad que no pasan por fomentar la migración que promueven las elites. Por eso debemos denunciar a nuestras burguesías nacionales que mienten cuando hablan de la necesidad de importar mano de obra, cuando aquí seguimos teniendo paro y emigración. Ellos solo buscan precarizar y desmantelar una sociedad, como la vasca, con tradición social y recursos sindicales y políticos para defenderse. El inmigrante, su mayor explotado, se convierte así en su mejor instrumento. Detrás de las proclamas de solidaridad divulgadas por los grandes medios, solo hay una estrategia para la esclavización de los pueblos. La Iglesia, con su pretendida caridad, es otro mamporrero más. De algunas ONGs, mejor no hablar. Y las izquierdas, atrapadas por el tabú migratorio y lo políticamente correcto, hacemos de tontos útiles. Mientras, hoy día uno de cada tres nacimientos en Navarra ya es de madre emigrante. Mañana serán mayoría. Una bomba retardada. “Yo abriré las ventanas de mi casa para que entren los vientos, pero no permitiré que me tiren los muros”, nos advertía Gandhi.

Afortunadamente, hay brotes de esperanza. En Alemania y en Suecia los partidos de izquierda están planteándose su errática actitud ante las migraciones masivas. Se puede y se debe hacer política anti migración desde la izquierda, el internacionalismo y la solidaridad entre los pueblos. Ya basta de pintar de ética, caridad o solidaridad, las decisiones bárbaras del Gran Hermano.

Cuando desde la izquierda comencemos a hablar con claridad de todo esto dejaremos menos resquicios a la derecha y a las ratas de Vox. Y sin duda, convenceremos más a la vecina de mi pueblo, que no tiene porqué ganar ahora la mitad que antes.

El autor es editor