En fin, uno vive de sus convicciones y de sus contradicciones como otros viven de sus elevadas rentas. Y claro, después de tantos años escribiendo aquello que pienso no voy ahora, tras haber observado la eterna querella del hombre contra su hermano, cuidadosamente áspera y sutilmente aderezada de gruesas y desmañadas advertencias, a tomarme unas vacaciones ni por haraganería ni por miedo. A mis años, trato solo de sobrevivir a los espantos que a la gente se le imponen para reprobar su libre albedrío. La sociedad está estructurada de tal forma que posibilita la cosificación de su ciudadanía, de tal suerte que la gente lejos de ser libre gestor de su propia vida y agente transformador de la sociedad, es, en realidad, un sujeto gregario que opera por consignas dadas desde las instancias rectoras de la colectividad. La libertad de expresión y de opinión funciona bajo vigilancia, siendo sus manifestaciones restringidas al guion previamente establecido. Se ajustan, de forma inexcusable, a la siguiente directriz: se permite cualquier tipo de opinión, pero se excluye todo aquello que se considera políticamente incorrecto o hiere los sentimientos religiosos o patrios. La divergencia de opinión no es nada vergonzante que deba ocultarse. Al contrario, es riqueza dialéctica e intelectual, por lo que cuanto más alcance público tenga, mejor. En la intimidad puede decirse lo que se quiera, pero sin que trascienda públicamente. Ahora bien, la opinión de una persona, que solo puede ser expresada en el ámbito interno de su casa, está sujeta a tal grado de circunspección que resulta irrelevante. Circunstancia de cierta importancia si tenemos en cuenta que la gran mayoría de la ciudadanía no tiene acceso a los medios de comunicación, por lo que todas sus opiniones sucumben en el ámbito de lo estrictamente doméstico. Puede, no obstante, si ha logrado superar la brecha digital, opinar en las redes sociales, aunque con cautela, pues también están vigiladas. Por consiguiente, la sociedad democrática, entendida como garante de las libertades individuales, resulta insuficiente por cuanto se organiza como una estructura superior limitadora de la variabilidad y proyección de la libertad individual. En la práctica se observa, además, que la eficacia uniformadora y adormecedora de la diversidad individual se debe a un maquiavelismo de baja intensidad. Es decir, el arte de gestionar la diferencia se logra recurriendo a la descalificación y marginación soterrada del discrepante, o mediante la amenaza disciplinaria e incluso la sanción judicial.

Es inconcebible que raperos u otros artistas, aunque sean, en ocasiones, mezquinos y muestren un pésimo gusto, puedan ser sancionados e incluso corran el riesgo de dar con sus huesos en la cárcel. Tampoco es coherente con la libertad de opinión y expresión que las autoras de una procesión como la del coño insumiso, que a mí personalmente me repele, tengan que pasar por el juzgado por herir supuestamente los sentimientos religiosos. La quema de banderas, hoy tan de moda, tampoco puede ser delito, aunque suponga una lamentable falta de respeto para aquellos que la bandera es el símbolo que les representa. En algunos casos, además, pese al pésimo y deplorable gusto, tras esas manifestaciones hay descontento y frustración social, por lo que son formas de protesta o reivindicación política. En cualquier caso, es comprensible que los colectivos afectados se ofendan y protesten, aunque no por ello deban ser punibles ese tipo de groseras y ruines expresiones. Lo cierto es que la democracia se ha ido entibiando cada vez más, haciéndose más distante de la ansiada libertad de opinión y expresión que nació caliente allá por la década de los ochenta, hasta el punto de que se ha ido templando mediante concesiones innecesarias a la sensiblería y al sentimentalismo de determinados colectivos, que lejos de alimentar una entusiasta apoteosis popular en favor de la libertad, representan la herencia totalitaria de tiempos que debían estar definitivamente superados. Hoy día, a poco que se rebase una determinada línea, el osado transgresor es señalado como comunista, filoterrorista, facha o antisistema, aunque no lo sea, pues lo único que se busca es denigrar su opinión sin necesidad de argumentar la discrepancia. La opinión del obrero, la del hijo de la espiga o la del poeta macilento no interesan, pues solo representan la anécdota, el decimal humano de la sociedad, la plebe incómoda que mejor está callada. Se busca más la opinión de gente sin aristas, de esos que despuntaron en el bachillerato por su buen comportamiento, que aportan más pragmatismo que convicción y más pedagogía que compromiso, esto es, la de esos star-system, memorables, valiosos y susceptibles de ser antologizados.

El autor es médico-psiquiatra-psicoanalista