Si consumimos al ritmo actual, mal, porque el ecosistema viene anunciando el colapso del Planeta. Si hacemos lo contrario, también mal porque el decrecimiento implicaría un descenso del consumismo con la consiguiente repercusión en la economía de muchas familias cuyos ingresos dependen directamente del insensato modelo injusto e insolidario de la globalización actual. Lo cierto es que ya no es posible mantener la tecnología que se orienta al aumento del consumo y la productividad como la palanca económica mundial.

En el siglo XIX, la “paradoja de Jevons” advertía de que la mejora en la eficiencia que permite usar menos recursos, se convertía en todo lo contrario: las mejoras de una determinada tecnología o el aprovechamiento de un recurso, acarrean el efecto contrario de mayor demanda. O dicho lisa y llanamente, que al abaratar un producto o un servicio, lo consumimos más, derrochamos. Esta realidad se ha convertido en el modelo del actual consumismo tecnológico con los resultados que a la vista están. Es por lo que algunos proponen el decrecimiento viendo nuestra huella ecológica muy por encima de las posibilidades del Planeta; los europeos consumíamos lo equivalente a tres planetas, tal como señaló el presidente francés F. Chirac en Johanesburgo (2002), alguien nada sospechoso de ecologista. El dato actual es más estremecedor y se completa con la acuciante pérdida de la biodiversidad. Veremos qué sale de la Conferencia sobre Diversidad Biológica de la ONU (COP15) este diciembre en Canadá…

Lo terrible es que mientras algunos esquilmamos y consumimos compulsivamente, la mayoría tiene las puertas cerradas al consumo mínimo vital. Desde esta realidad contrastada, la propuesta de decrecimiento no es el crecimiento negativo, sino lo que sus impulsores llaman el “acrecimiento o el abandono del culto irracional del crecimiento por el crecimiento” (Serge Latouche). La propuesta es posible, pero requiere de un nuevo modelo al que parece no estamos dispuestos, tal como se ha visto en la Cumbre del Clima celebrada recientemente en Egipto.

El hedonismo como forma de vida acarrea insensibilidad. La novedad es que dicha actitud irresponsable comienza a pasar factura ecológica también a sus provocadores. Todos estamos en el mismo barco: si se hunde la popa, pronto se sumergirá la proa. Ante la falacia de que no es posible otro modelo económico del “tanto tienes, tanto vales”, la máquina de exclusión social que esto produce, se contrapone a una ética posible del consumo responsable, individual y global. Los avances sociales, como el tratamiento de residuos caseros diferenciados por colores con vistas al reciclaje, no son suficientes.

El gran enemigo en forma de vida consumista y sus pulsiones se ha transformado en un hábito social del que es difícil sustraerse en la práctica, a pesar de que genera insatisfacción bajo la apariencia contraria. Para contrarrestarlo existe la publicidad omnipresente y agresiva, que no permite bajar la guardia del consumo compulsivo, sobre todo en los países desarrollados que desplegamos otra paradoja; mientras abanderamos la justicia, la libertad y el fomento de los derechos humanos, somos los que exportamos las consecuencias de nuestro egoísmo a quienes menos tienen en forma de un neocolonialismo muy depurado. Pero si el mundo es cada vez más global, es hora de globalizar algo más que las finanzas especulativas y las economías neoliberales que propician desigualdades sangrantes incluso en el Primer Mundo.

La maximización del bienestar ha ido en detrimento de la justicia y no pocos luchan contra la desesperanza para vivir de otra manera más sana, sensible y solidaria. ¿Qué podemos hacer? El crecimiento debe ser considerado rentable sólo si sus efectos influyen positivamente en los recursos naturales, las generaciones venideras, y en las condiciones laborales productivas. Lo contrario se llama decadencia y agudiza el problema. La respuesta a esa pregunta está llegando de manera forzada en las consecuencias ecológicas, cada vez más cercanas, contra este modelo de consumo absolutamente disparatado. En otro tiempo, la respuesta a las injusticias estructurales surgió en forma de revoluciones cruentas, casi siempre. Esta vez, parece que la naturaleza está tomando la delantera mostrando las consecuencias de nuestro consumismo depredador e insensato, obligándonos a encarar este grave problema global. Confío en que estas llamadas de atención severas en forma de catástrofes naturales que estamos provocando por alterar el ecosistema, nos obliguen a ser inteligentes y éticos.

Si no actuamos por solidaridad, cambiemos nuestros valores y conductas por interés. Me consuela al menos el creciente número de los que sentimos esta urgencia ética y queremos actuar para no dejar una herencia tan insolidaria y peligrosa a las generaciones venideras.