Pello Irujo Ollo estuvo retenido más de 2.500 días en la prisión del fuerte San Cristóbal, y en cada uno de esos amaneceres sombríos esperó que le llamaran para ser fusilado. Se levantaba antes que el sol y mantenía sujetos los nervios para escuchar a los nominados por el pelotón de fusilamiento. Al no escuchar su nombre se aliviaba su ánimo pues quedaba la esperanza de ver otro amanecer, pero encogido mantenía su corazón al ver sus compañeros, con los que había dado pasos en el pario carcelario y compartido palabras en el comedor, alinearse en dirección a su destino fatal y final.

Su madre, sus hermanos, sus cuñados y sobrinos habían estado en la cárcel de Iruña, dos de sus sobrinas nacieron en ese encierro. Embargados sus bienes, en el caso de Eusebio su Farmacia de Lizarra, mancillado su honor. Gracias a su hermano-padre Manuel, a salvo con su hermano Andrés, al otro lado de esa frontera entre buenos y malos que impuso a su albedrío el golpista Mola, y debido a sus humanitarios oficios de Canje con la Cruz Roja, salió la familia al exilio, como tantos otros vascos, acusados por los militares sublevados de cosas inciertas pero convenientes a sus fines perversos.

Aun en el exilio, los desposeídos de honor y fortuna fueron perseguidos. El policía Urraca de la Embajada de España en París quiso desalojar, en el principio del bélico 1941, de un de barco de bandera francesa que zarpaba de Marsella rumbo a América, El Alsina, a más de 100 compatriotas para destinarlos a los campos de concentración franquistas. En los vencedores no cabía piedad. Ni compasión. Ni cupo remordimiento.

El exilio debe ser un lugar frío, meditaba el joven Pello Irujo Ollo tras los barrotes de su celda, mirando el cielo gris de la ocupada Iruña. La vida resulta grata por la compañía de familiares queridos, de amigos deseados, por ese deambular por los adoquines sobre los que brincabas en tu infancia, te deslizabas en en la juventud, pausado recorrías en tu vejez. Confortaba escuchar las campanas de la iglesia donde fuiste bautizado y festejabas tu Navidad, marcando las horas festivas de tu vida, no como lo hacían ahora las de la ermita San Cristóbal, el santo que protegía a los caminantes, y que doblaban permanentemente a muerto.

Al golpe de los militares sublevados sucedió la guerra civil. En Europa nuevos líderes, Hitler y Mussolini, aupando esa corriente, ensayaban en la Península Ibérica lo que habría de ser una hecatombe mundial. La radio, nuevo invento de comunicación, servía a los propósitos de un hombre como Queipo del Llano que en una Sevilla doblegada a sangre y fuego, micrófono en mano, cada día soltaba su arenga sin vergüenza ni conmiseración, tratando de ocultar con palabras altisonantes la verdad abominable del fusilamiento de 40.000 hombres, cifra que cuesta escribir, más imaginarlos en hilera, señalados por su dedo acusador. Más aún, extendidos sin vida sobre la tierra rojiza.

Pello Irujo Ollo sentía escalofríos por su precaria situación pues llegado el indulto de la pena de muerte, no hubo conmutación de la pena, y se sostenía la culpa de ser Irujo, por lo tanto sedicioso al mandato militar. Los presos de San Cristóbal por intentar escapar, derecho de todo prisionero, fueron atrapados y fusilados. Yacían amontonados, unos sobre otros, en esa última trayectoria del paredón al agujero terrenal. No se enterraba, evitando que en el día de la Resurrección, según la ortodoxia cristiana de la que sus verdugos se nombraban voceros, sus ánimas sin cuerpo donde encarnarse, no pudieran acceder a la vida eterna. Hasta ese final frisaba la venganza por no aceptar el dictamen militar. Sin respeto a los hombres y mujeres condenados que creían en la libertad, en la pacífica expresión de sus ideas. En el respeto que cada quien debe dar al otro que por pensar distinto, no debe ser llamado enemigo, a lo sumo, adversario.

Recordó Pello a su padre Daniel, quien en brillante juicio logró rescatar de la cárcel a Sabino Arana Goiri, acusado de sedición. Irujo, a finales del S. XIX, defendió ante un jurado y un juez, que los cargos contra Arana Goiri no eran firmes, pues introdujo hábilmente su dialéctica por la grieta que la legislación española tenía abierta en ese tema: no contemplaban actos de secesión de los pueblos peninsulares. Francisco Romero Robles, ministro de Gracia y presidente del Tribunal Supremo, todo a la vez, atento a los sucedidos de la Gamazada en los pueblos baskones, 18934, condenaba desde su solio, extendido el dedo indice acusador, el contenido del Bizkaitarra, periódico fundado y dirigido por Arana, condenó sus artículos o sus ideas lo mismo da, cerró el Euskaldun Batzokia, procesó a sus 110 socios, encarceló a la Junta de gobierno y Sabino Arana quien a más, acusó de rebelión y provocación a la rebelión. Irujo, su bien amado padre, rescató a Arana Goiri de la cárcel. Este juicio, sin embargo, sirvió para amejorar dicha ley, volviéndola más categórica.

Al más joven de los Irujos, que sería brillante periodista del exilio, aferrado con sus manos heladas los barrotes gélidos de la cárcel del Fuerte, clavó sus ojos en el cielo de su Nabarra natal, miró sus montes, quizá se detuvo en el Irulegi sin saber qué ocultaba en su seno una mano bienhechora, y esperó que llegaran tiempos mejores, en que la palabra sirviera a la comunicación, las ideas a engrosar el conocimiento, el diálogo a reforzar la empatía, la mano abierta a dar cauce al entendimiento, todo en función de un progreso vital en el que hombres y mujeres pudieran compartir la esperanza de una resurrección.

La autora es bibliotecaria y escritora