Con la gran nevada del año nuevo, me acerqué en peregrinación a Irulegi mendia. Lo he advertido en estos últimos meses revestido de mantos de colores: los verdes del verano, los dorados del otoño, y ahora con la falda recubierta de blanca nieve. Invernal. Me he quedado observándolo, embriagada por una emoción antigua, recibiendo el mensaje de mis antepasados desconocidos pero parlantes y alfabetos en la lengua de mis abuelos, padres, hijos y nietos. No fue la mía porque me la embargaron en una guerra en la que hasta me quitaron el lugar de mi nacimiento. La he estudiado sin lograr aprenderla, aunque permanece en mi corazón, a veces se escurre a mis labios, siempre resulta mi esencia.

Irulegi no me era desconocido, forma parte de los montes guardianes de la ruta que lleva a mi hogar, uno de los muchos que componen nuestra geografía central. Subíamos a su cima para observar el magnifico panorama que allí se divisa de Nabarra. Los cielos sobre nuestras cabezas exhiben su azul en los días cálidos o permanecen nubosos en los fríos, y sentía o creemos sentir, bajo los pies, el trepidar de ese camino espacial que recorre la tierra alrededor del sol, trajinando la ruta de los equinocios a los solsticios.

Nunca imaginé en aquellas ensoñaciones que Irulegi contenía en si mismo, hundido en sus entrañas terrosas, un tesoro. No solo se trata del castillo recuperado en lo alto de la cima, sino que en la ladera, y oculta por maleza, se encontraban restos de un poblado incendiado y arrasado hace más de dos mil años, a los que le tocó en nuestros siglo la tarea de rescate, de las manos diestras de los arqueólogos de la Sociedad Aranzadi. Reconocidos hoy con el Premio Sabino Arana, lo que no deja de ser simbólico.

Hace más de un año estuve cerca de la ciudad desempolvada y aspiré, en aquel día estival. Un benéfico olor que provenía de las ortigas recrecidas, y me senté a contemplar los restos de un solar de mi pueblo. Imaginé el trajinar de sus gentes por las calles estrechas, penetré en las pequeñas casas, presenciando el nacimiento de los niños, y me lamenté por el niño muerto sin nacer y enterrado, según entendí, en los bajos del fogón de una cocina. Que aún no estábamos en la era cristiana y aquella humanidad vascona de Irulegi adoraban a Illargi Amandre, la luna llena bendita que ilumina los caminos para permitir en los prados la danza nocturna, y a Eguzki el dios sol, señor de la luz, y a la bendita Ama Lur, que nos da su acogida para plantar las semillas que darán vida a las plantas bienhechoras, alimento nuestro y de nuestros animales.

Los hombres y mujeres de Irulegi hablaban euskera, y aún más, escribían en él, conectados a las corrientes culturales de Europa, y aunque fueron víctimas de las guerras civiles que hicieron de la república de Roma el imperio que fue, estaban allí, centinelas en lo posible de cuanta invasión pudiese aquejar su bienestar, custodiando una tradición que les venía del principio del mundo. Aguantando tiempos bélicos, decoraban la puerta de sus casas con una mano que no solo tenía la palabra de acogida en su lengua vehicular, sino que parece ser que además conllevaban otras mágicas para la sobrevivencia y el remedio de las enfermedades que aquejaban a a aquella humanidad primigenia: aceite, miel, pan y ortigas.

La mano como símbolo humano la tenemos en las pinturas rupestres, estampada junto a dibujos de animales a cazar, representando y mostrando una identidad propia, la humana. Hay quienes aseguran que pueden ser mensajes de madres a hijas custodiando secretos, ya que sobre ellas, las que daban a luz y germinaban la tierra, recaía otra forma de conocimiento, el de enseñar a caminar a la nueva generación y calmar los males de fatiga andariega de la vieja. Eran, a más, responsables de lograr el crecimiento de las raíces de los primeros trigos, embrión del pan bienhechor, cuidar del cultivo y recogimiento de las ortigas de pálido verdor y aroma suave y buena en infusión para calmar males de afecciones de la piel, artritis, fiebres, hemorroides, próstata, reumas, y solventar la escasez del cuero cabelludo. Que antes, como ahora, salud y belleza iban y van de la mano. Añadido a esto, el aceite balsámico y la sal que fortifica e inmortaliza.

Quizá cuando se descifre el mensaje completo de Irulegiko eskua nos adentremos en un mundo de magia y ciencia apenas predecible. Va resultando que ya no solo podemos imaginarnos como éramos en el principio de los tiempos. Ahora sabremos que éramos un pueblo atento a los progresos, dominantes del alfabeto que nos permitía una comunicación entre nosotros y los demás. A más, formábamos una comunidad de intereses vitales y agrícolas, que aunque quedó sepultada por las causas de la guerra, permaneció atenta a ser como era aun fuera de su entorno inmediato. El euskera, su lengua y la nuestra, sobrevive con ellos y a ellos y llega a nosotros. Ellos, nuestros antecesores de Irulegi, lo hicieron vivo pese a estar condenado a morir.

Somos poseedores de un bien humano de comunicación, único, medité sentada frente a sus laderas blancas de Irulegi Mendia, y uní mis manos en un rezo y de mis labios salió la palabra que le debía: Eskerrik asko.

La autora es bibliotecaria y escritora