Hace unos días leíamos a un cooperativista expresar en un artículo publicado en este mismo medio que hace menos de un año y medio teníamos el agua de los ríos en las calles de muchos municipios navarros como Tudela y 16 meses después estamos hablando de regularla ante una situación de escasez que se avecina para los siguientes meses y cuyos efectos ya impactan sobre el sector agrario. Se hacía referencia en el mismo artículo al testimonio de otro agricultor al referirse a que “llevamos años hablando de cambio climático, pero no se puede confundir con si hace calor o no llueve. Es algo mucho más profundo”. Mencionaba la noticia también que los cambios se viven ya, a la vez que se anuncian a nivel planetario. Y es cierto, la ciencia lleva hablando más de 40 años de este asunto, especialmente de manera mucho más intensa desde 2016 hasta aquí. No en vano, cada vez se conocen mejor algunos procesos que explican los cambios observados, así como su modelización y su pronóstico. Entre el léxico que se emplea en relación al clima de cara a los medios o a la sociedad se habla de términos como crisis, emergencia o caos. Todo lo anterior esconde otro concepto crucial, la rotura de la estabilidad climática de los últimos miles de años, requisito indispensable para la habitabilidad y la supervivencia de la mayoría de las especies vivas en el planeta, incluida la humana.

Las razones por las que esperamos que todo lo que ya experimentamos en nuestro clima (en relación a las olas de calor, al régimen alterado de lluvias o a la ocurrencia de grandes incendios forestales, entre otros) vaya a más de manera muy acelerada en los próximos años se pueden resumir muy escuetamente en los siguientes puntos:

Determinados patrones atmosféricos ondulantes se vuelven más persistentes de manera que la ocurrencia de fenómenos extremos de manera simultánea y en distintas partes del planeta se ve claramente favorecida. Esta nueva normalidad se asocia sobre todo a un desajuste en la circulación atmosférica, debido al desigual calentamiento de las zonas tropicales y polares. Lo que hace 50 años ocurría una vez cada mil años es forzado a que ahora sea cada 100 años, siendo muy pronto cada 10 años. Estos fenómenos meteorológicos extremos afectan a las cadenas de suministro, las infraestructuras, los medios de vida de las personas y la producción mundial de alimentos.

No es sólo aquí. Los cambios son generalizados y los meteorólogos venimos asistiendo a la multiplicación de eventos de naturaleza extrema, muy especialmente en la región del Ártico, pero año a año cada vez más en las latitudes medias de ambos hemisferios. En el último año Argentina, Brasil, Reino Unido, China, Estados Unidos o Japón han vivido episodios que se salen por completo de una estadística que regiría una atmósfera no perturbada. Desde el punto de vista científico empieza a consolidarse el argumento de que una sequedad muy grande del terreno y periodos de calentamiento continuado a largo plazo (tal y como estamos sufriendo aquí en los últimos 3 años) potencia y retroalimenta la aparición de grandes olas de calor en el periodo estival. No se habla apenas de las partículas de aerosol de origen antropogénico y su efecto en el clima, muy especialmente de los aerosoles sulfatados, procedentes de los procesos de generación de energía como la combustión de carbón o el transporte marítimo, por aire y por tierra. Según el último informe del programa Copernicus, la radiación solar en la zona más industrializada de Europa ha aumentado muy considerablemente, lo que muchos científicos asocian ya a una menor concentración de aerosol ligada a mecanismos de mitigación de la contaminación del aire, como el uso de filtros y diluidores. Parece que tener atmósferas más limpias tiene un precio, que es el de desenmascarar un calentamiento extra que estas partículas estaban contrarrestando gracias a su efecto de reflejar la radiación del sol.

La concentración de metano atmosférico se está disparando en muchos lugares del planeta, especialmente en las regiones de las altas latitudes de nuestro hemisferio. El metano es un gas muy potente de efecto invernadero y es muy probable que esté comenzando a liberarse de manera masiva en zonas de turba que arden con más facilidad o en depósitos comprimidos bajo el suelo helado del permafrost. Algunos de los grandes científicos del clima han anunciado ya que hay suficiente CO2 en la atmósfera como para calentar el planeta no 2°C, sino 4, 5 o incluso más. A 1.2°C ya estamos viviendo desajustes que empiezan a producir enormes pérdidas en todos los sentidos. La transición energética ayudará a que las emisiones se reduzcan aunque, dado que la atmósfera no entiende de fronteras, solo si todas las grandes potencias industriales del planeta frenan sus emisiones de manera simultánea e inmediata se minimizará en cierto grado el ritmo al que la Tierra acumula calor. Aún con ello, nuevamente hay que insistir en que a medida que el planeta se caliente nuevos procesos de origen natural irán retroalimentando las emisiones y la desestabilización general de ciclos y procesos naturales muy importantes en el clima. Por tanto, el foco debe estar puesto en una mayor adaptación y cooperación, en ambos casos a todos los niveles. Y quizá con esto último se diseñe algún tipo de programa internacional de colaboración para reducir el desequilibrio energético de la Tierra y frenar el calentamiento, aunque a día de hoy este tipo de soluciones resulten casi una utopía.

*El autor es delegado territorial de Aemet en Navarra