Hay quien dijo que una “de las primeras cosas que el pamplonés aprende cuando viene al mundo es aborrecer a Hemingway”. ¿Por causa de la tabarra que dan todos los años con el tipo en cuestión? Pues, probablemente. Pero, en fin, de lo que quería escribir no era del americano, sino del escritor navarro nacido en Ultzurrun en 1883, llamado Félix Urabayen Guindo, hermano del concejal del Ayuntamiento de Pamplona en febrero de 1920, Leoncio, geógrafo, que fue profesor en la Escuela Normal de Maestros y secretario de dicha institución.

Félix Urabayen escribió una novela en 1923, en el año en que el bardo de Illinois aterrizó en Iruña, El barrio maldito, con la particularidad de ser la primera que utilizó Sanfermines como escaparate descriptivo de su trama. O sea, hace cien años. Efeméride que ha pasado sin pena, ni gloria. Menos mal que era navarro. De haber nacido en Ohio, otro gallo de San Fermín le hubiese cantado. Me cuesta sospechar que esta desidia institucional sea consecuencia de su pasado liberal y republicano de izquierdas. Fue amigo personal de Azaña, nombrado consejero Cultural del Gobierno Republicano, cargo que desempeñó hasta el golpe de Estado y aspirante a diputado en febrero de 1936. El franquismo lo persiguió y lo encarceló. Murió el 8 de febrero de 1943. Tampoco, me gustaría pensar que el tenaz olvido sobre su obra literaria se deba a su descripción de los Sanfermines en 1923, “el triunfo del ruido” los intitula y que nunca figurarán en una guía turística de la ciudad. Una lástima y una vergüenza.

Lástima porque la población navarra ha crecido sin conocer a uno de sus escritores más valiosos, en posesión de una prosa pausada, elegante, exacta, nervada con un estilo lleno de ironía y de inteligencia lírica. Vergüenza si reparamos en Hemingway para quien todo son parabienes. No olvidemos que el Ayuntamiento, 6 de julio de 1968, presidido por el falangista Ángel Goicoechea Reclusa, le puso su nombre a un paseo y le dedicó una escultura. Aquel día, La Pamplonesa tocó los himnos nacionales de Estados Unidos y de España y la banda municipal de txistularis interpretó el Agur Jaunak. Desde luego, me gustaría que se leyera El barrio maldito para comprobar la injusticia cometida con su obra. No haré la alabanza de su prosa, limitándome a recordar la intencionalidad de su autor al escribirla: condenar la ignorancia como fuente de violencia contra el diferente.

Sirvan estos fragmentos espigados de la novela como invitación lectora. Recuerdo que la trama gira en torno al protagonista Pedro Mari, que casará con una agote. El contexto ya lo dije: Sanfermines: “Hallábanse en plenas fiestas, las celebradas y renombradas fiestas de San Fermín; el triunfo del ruido, de la algara libre, del estruendo no interrumpido durante cinco mortales días. Y Pedro Mari (…) empezaba a añorar la paz del caserío montañés”.

Situado tras la barra de una taberna, describirá el “esperpéntico” mundo de las cuadrillas: “Entraban sin cesar las cuadrillas, con sus largas blusas manchadas de vino, enormes sombreros de segadores y el indispensable acordeón, siempre en movimiento. Las había que llevaban guitarras; otras, muy pocas, flautas y ocarinas, y algunas un violín que gemía igual que un poseído. En ninguna faltaba el tambor, pues lo fundamental en estas fiestas es hacer ruido. Son días de recio escándalo en los que las cuadrillas orgiásticas derrochan todo el triunfo orquestal de la plebe en honor del Santo Patrono, cantando hasta enronquecer, bailando como aschantis y bebiendo sin descanso. Les devora una sed estomacal, análoga en eternidad a la espiritual que tanto añoran los místicos...”. Lo más sobresaliente de estas cuadrillas será que “viven en medio de la calle, con preferencia en las proximidades de la taberna. ¡Y qué exceso de juventud y de entusiasmo colectivo desarrollan estérilmente! Se les creería protagonistas de un cartón brujo de Goya. Claro que para el tercer día, aunque siguen moviéndose epilépticamente, ya no pueden hablar, tan roncos se encuentran. En la patria de Gayarre, lo primero que falla es la garganta, mientras las piernas se sostienen pujantes e incansables como hélices de monoplano movidas por un motor de alcohol...”.

Con relación asunto capital del yantar y del beber, observará: “El ron de Iruña lava los estómagos de los pecados del mosto. Mientras se copea y se fuman largos puros, tornan los mesnaderos a la taberna para coger la merienda, siempre de grueso calibre; el ajoarriero, los pollos, las chuletas con tomate o el cordero en chilindrón. Y desde allí a los toros, al tendidito de sol, a seguir gritando, comiendo, bailando... y bebiendo”.

El narrador, ante el tesón y resistencia física por mantenerse erectos los individuos de estas cuadrillas, caerá rendido de admiración y, con socarronería, dirá: “Cuatro días y cuatro noches se sostienen las cuadrillas en pie, repitiendo el mismo programa con matemática precisión. Solo un exceso de juventud puede explicar la resistencia inconcebible de estas guerrillas formadas por discípulos de Berceo (el del bon vino) y continuadores del Arcipreste juglar (el del haber mantenencia)”.

Dignos de mencionar son los contenidos de las pancartas que enarbolan las cuadrillas: “Todas llevan grandes cartelones rotulados con grueso humorismo. En una de ellas, encabezada por enorme bota, se lee: “La Marea. Sociedad anónima de baile, enemiga de la ley seca”. Otro cartelón reza: “Los chicos de La Ochena necesitan nodrizas. Inútil presentarse de mala leche”. “La Sequía –pregonaba un tercer lienzo blanco–. Sociedad antialcohólica de 19 grados en adelante. Fuentes permanentes en Mañeru y Artajona”.

Para concluir, he aquí quintaesenciada la mirada del narrador sobre las fiestas: “La juventud pamplonesa en esos días era la reencarnación de aquellos esclavos romanos que durante las Carnestolendas podían sentirse señores por unas horas. ¡Menudas fiestas las de San Fermín! Las tradicionales cadenas que amarraban la mocería al taller y a la oficina, al mostrador y a los bancos de las aulas, se rompían a las cuatro de la tarde con las célebres vísperas”. Es probable que, tras lo leído, consideren que las autoridades políticas forales hayan hecho lo mismo que hicieron los franquistas con Urabayen: Olvidarlo. Pues ya dijo un gerifalte del franquismo foral: “Un escritor que hace sátira de los Sanfermines no puede ser buen navarro, ni, tampoco, español”. Dictamen que olvida que a la propia tierra se la puede querer de muchos modos. Y, en fin, si Joyce dijo que la patria, Irlanda en su caso, era “una vieja cerda que devora su propia lechigada”, es evidente que la Navarra del régimen pasado devoró a Urabayen sin piedad. ¿Y el actual? No parece que haya habido mucha diferencia. Ya es sintomático que el ayuntamiento de Toledo estableciera en su día un premio literario de novela corta, el Ciudad de Toledo, con el nombre del escritor. ¿Y Navarra? Siempre p´alante… aunque como cerda siga devorando a sus hijos.