Estos meses en que gran parte de la población pasa sus vacaciones lejos de casa, en que vive jornadas de asueto en otro sitio, estas semanas en que mucha gente descansa, se distrae, se entretiene, se divierte y se entrega de manera merecida a toda clase de placeres, es fácil observar en algunos de ellos una especie de desamparo, de desprotección, una forma de intemperie.

No es un suceso particular, algo que ocurra en un momento determinado, es más bien una impresión que van dejando a su paso, una sombra que los persigue sin que puedan evitarlo, una imagen que arrastran a veces de manera individual y otras como colectivo, como grupo de familiares o amigos. Después de acompañarles a lo largo de un periodo, de compartir muchos ratos, de conversar con ellos, uno se da cuenta de que les falta algo, una última dedicación, unos minutos diferentes, un tiempo de otra naturaleza dentro de los confines del día, uno comprende que su rutina carece de eso tan gratificante, de esa modalidad de abstracción que solemos llamar faceta intelectual.

Sí, observar a alguien sin vida intelectual, esa vertiente del ser humano que con frecuencia precede pero que es distinta a la espiritual, es como ver a una persona sin domicilio, errabunda, alguien que va de aquí para allá con las maletas a cuestas, sin un lugar donde ponerlas, donde posarlas para poder respirar. Es verdad que a menudo esos individuos no son conscientes de lo que les pasa, no echan nada de menos, se desplazan de una ocupación a otra, de una distracción a otra, de una obligación a otra sin pesar ni remordimiento, sin tristeza ni dolor, pues es difícil extrañar lo que se desconoce.

No, que nadie se asuste ni se escandalice, todo esto no significa que ellos sean menos felices que el resto, que sufran más, nada de eso. Tampoco pueden ser encerrados en un estamento concreto, en una clase social, pueden ser profesionales cualificados o no, empresarios o asalariados, empleados o directivos, ricos o no. Lo que los une, aquello que los emparenta, es otra cosa, es un rasgo de otro orden, es la ausencia de la necesidad de consultar el pensamiento de otros, de acudir a él, de buscar referentes en las ideas que otros exponen y ofrecen en forma de textos, de libros, pero también por medio de otros lenguajes o formatos.

Por eso los he comparado antes con transeúntes virtuales, con alguien sin hogar en sentido metafórico, porque en ellos se advierte un comportamiento errático, el de alguien cuyo perpetuo tránsito de una tarea a otra, de una labor a otra, de un entretenimiento a otro, de una compañía a la siguiente, sin la habilitación intermedia, sin la intercalación de un espacio de reflexión apoyada en el ejemplo de otros, recogida en una serie de soportes con un contenido específico, denota una especie de huida permanente, una existencia huérfana o desangelada, expuesta al frío de la calle y a otras inclemencias del tiempo.

Hannah Arendt, como nos recuerda Alois Prinz en su biografía sobre la gran autora alemana, decía que la reflexión, el acto de pensar en profundidad, es un “diálogo mudo”; decía que “quien reflexiona se aparta del mundo y de los hombres, está a solas pero no está solo, pues se retira hacia un encuentro consigo mismo y, de ese modo, experimenta el hecho de dividirse en dos, de ser dos en uno”; decía que “en esa dualidad, ambas partes no pueden desacoplarse, deben convivir bajo el mismo techo, no les queda más remedio que entenderse”; decía que “la necesidad de coincidir, de arreglárselas con uno mismo, es la fuente de lo que llamamos conciencia, y que esa conciencia, entendida como diálogo interno, libra al individuo de cometer injusticias”; decía también, de ahí la expresión que yo he empleado más arriba, que “las personas que no reflexionan son como sonámbulos”.

Y para entrar en esa dimensión, en esa segunda esfera a la que alude Arendt, es imprescindible escuchar antes a otros, leer a otros, recurrir a la experiencia pensada de otros. Cómo alimentar, si no, nuestra capacidad de ir más allá de los actos cotidianos, de la satisfacción de lo perentorio; de dónde extraer, si no, la sustancia para trascender, para elevarnos por encima de ese bucle interminable de deseos y necesidades primarias que nos marea como un carrusel que no se detiene nunca.

En el fondo, todo esto no deja de ser un alegato más en favor de los libros, de la palabra escrita, de la palabra transmitida. Claro que lo es. Pero para acceder a ella hace falta un esfuerzo. He ahí la cuestión. Por eso, sería conveniente incentivar ese acto de voluntad, sobre todo, entre los jóvenes, entre quienes empiezan a vivir. Sería oportuno ponderar de nuevo las virtudes, la recompensa de ese pequeño trabajo, describir el lugar al que nos lleva ese mínimo sudor como un universo reconfortante para el alma que tenemos al alcance de la mano, que se abre ante nosotros como un albergue en la oscuridad.

Ya lo cantó Dylan hace muchos años en su tema Shelter from the storm:

Vine del desierto, una criatura

vacía de forma.

“Entra”, dijo ella.

“Te daré refugio frente a la

tormenta”.