Hace unos días, durante su actuación en el festival Sonorama Ribera, en la localidad burgalesa de Aranda de Duero, la cantante y guitarrista Eva Amaral se quitó la parte de arriba de su vestido de lentejuelas, se quedó con los pechos desnudos mientras tocaba su tema Revolución. A continuación, aprovechó el micrófono para lanzar la siguiente proclama, estas palabras reivindicativas: “Esto es por Rocío, por Rigoberta, por Zahara, por Miren, por Bebe, por todas nosotras... Porque nadie nos puede arrebatar la dignidad de nuestra desnudez, la dignidad de nuestra fragilidad, de nuestra fortaleza... Para que no nos quiten la libertad. Porque somos demasiadas y no podrán pasar por encima de la vida que queremos heredar, donde no tenga miedo a decir lo que pienso. Porque hoy es el día de la revolución”. Unas horas más tarde, ella misma expresaba su opinión sobre lo ocurrido: “Yo creo que ha sido uno de los momentos más bonitos de nuestra carrera y que nunca lo olvidaremos”.

Tras conocerse la noticia, y a lo largo de las últimas jornadas, ha habido numerosas reacciones en los medios de comunicación y en las redes sociales, unas defendiendo el gesto de Amaral y otras criticándolo. Como argumentos esgrimidos a favor, se ha dicho que “el topless femenino, a diferencia del masculino, sigue siendo tabú, objeto de censura”, o que “supone la expresión de un derecho”. Se ha dicho que el de Amaral fue un “acto de solidaridad”. Se ha dicho que “el cuerpo es un arma política”. Se ha dicho que aquél ha sido una ocasión para que “seamos las mujeres quienes descosifiquemos y deseroticemos nuestros cuerpos para politizarlos a nuestro favor y no en nuestra contra”.

Por su parte, las críticas se han centrado en la idea de que ya no hay poder reivindicativo en algo así, que ya “no hay revolución porque las tetas desnudas ya no asustan”, que no se consigue defender ni recuperar ningún derecho de esa manera, o que en este caso, en este ámbito concreto, no hay discriminación de la mujer respecto del hombre. Por otro lado, entre las respuestas del mundo de la política, es oportuno destacar la de Yolanda Díaz, quien felicitó a la cantante y dijo que “nos representó a todas las mujeres de este país”.

Sería algo muy laborioso, demasiado pesado, empezar a analizar cada una de esas declaraciones, cada uno de esos argumentos, tanto en un sentido como en otro. Unos resultan confusos, mal formulados, incluso contradictorios en su expresión; otros son muy poco acertados, denotan un galimatías mental o suenan a tópicos muchas veces repetidos. Hay algunos que contienen una porción, un atisbo de verdad, mientras que otros han sido traídos de modo artificial y forzado desde situaciones pasadas, diferentes, no comparables, en definitiva, no son aplicables al caso que nos ocupa.

Quizá éste, el destape en público de Amaral, sea uno de esos ejemplos en los que deberíamos pensar, reflexionar con las tripas en lugar de con la cabeza, confiar en nuestras sensaciones antes que en nuestra razón. Admito que también somos distintos al respecto, a la hora de experimentar con el organismo, y que también es saludable esa diversidad, y, sin embargo, sigo creyendo que de ahí debería llegar la respuesta, ahí debería nacer nuestra reacción, en un espacio mucho más recóndito y profundo de nuestro ser deberíamos buscar un principio de sensatez al pronunciarnos sobre este suceso. Con el término sensatez no me refiero a cierto tipo de prudencia conservadora, a una especie de decoro o recato de raíces antiguas, de tiempos remotos, sino más bien a una manera de estar en el mundo, a un comportamiento universal, a una mezcla de cortesía y profesionalidad, a eso que Leonard Cohen llamaba “los confines de la dignidad y de la belleza”. Como dice un personaje de Willa Cather en su novela Una dama extraviada a propósito de una situación similar, “aquello no profanó en él un principio moral, sino que rompió un ideal estético”.

En realidad, antes de opinar acerca de lo que, en pleno siglo XXI, en 2023, en un mundo tan complicado y perverso como el actual, no deja de ser una anécdota sin importancia, en vez de recurrir a lo ideológico o a lo político, a lo genérico o a lo sociológico para explicarla, para justificarla o denostarla, bastaría con que nos pusiéramos en la piel de la protagonista, del músico que actúa en un escenario delante de miles de personas, de la cantante que, de pronto, entre canción y canción, se desnuda aunque sólo sea en parte, y que a continuación nos planteáramos unas preguntas muy sencillas: ¿Cómo nos sentiríamos después de hacer eso? ¿Nos sentiríamos cómodos, contentos con nosotros mismos?

Yo sospecho que, a pesar de su declaración posterior, ni siquiera Amaral se sintió satisfecha con esa segunda performance, intuyo que tuvo la misma sensación desagradable que se apodera de algunos escritores después de una entrevista en la que han hablado de política en lugar de hacerlo sobre literatura. No obstante, prefiero dejar la respuesta en el aire, permitir que la aporte cada lector en su intimidad. Porque, además, es cierto que caben algunas ideas adicionales, algunas observaciones más allá de lo transcrito al principio de este artículo. Una de ellas es que, en el momento en que Eva Amaral se bajó el vestido para enseñar sus pechos, desvirtuó de golpe la naturaleza del evento, lo convirtió en otra cosa, dio paso de forma deliberada, consciente de que lo era, a otra clase de espectáculo. De repente, lo que había empezado siendo un concierto, lo que se suponía una actuación musical, se transformó, de un modo inopinado y caprichoso por parte de la intérprete, en una sesión de striptease. Así que, antes de nada, se produjo una ruptura de contrato, se quebró ese pacto tácito por el cual alguien paga una entrada para oír a un grupo y éste corresponde como tal, es decir, tocando y cantando.

Y desde el instante en que, por motivos bastardos, esto es, no relacionados con la cosa, no fundamentados en ella, la música quedó en el Sonorama en un segundo plano, relegada a un papel secundario, cualquier espectador podía, no sólo sentirse estafado, engañado, sino preguntarse a qué venía eso, qué tenía que ver con esa disciplina artística; cualquier espectador estaba legitimado a preguntarse por qué esa banda, igual que han hecho y harán otras muchas en el futuro, no incluía esa reivindicación, esa protesta, ese contenido ideológico o sociopolítico, en la letra o en el espíritu de sus canciones, en lugar de recurrir a lo otro, a lo no acordado, a lo gratuito, a lo desafinado. Ese espectador, ante sus propios interrogantes, podía empezar a dudar incluso del talento de quien se había subido al escenario.

Pero ahí no termina el asunto. Y es que, a pesar de todo, a Amaral todavía le quedaba una última oportunidad, la posibilidad de ser coherente con lo iniciado. Si a partir de entonces, del tema Revolución, de la proclama y el acto de despojamiento, hubiese continuado así hasta el final, desnuda de cintura para arriba, todo eso habría tenido cierto sentido. Sin embargo, Eva volvió a taparse. ¿Por qué, si nadie le impedía seguir en topless, si sabía que no iban a detenerla ni a denunciarla?

Quiero contestar a esa pregunta retórica con una vieja anécdota que oí contar a Ringo Starr en un documental. En cierta ocasión, a principios de los años setenta, George Harrison y él fueron a visitar a unos amigos hippies de California en su casa de Laurel Canyon. Llamaron a la puerta y, al cabo de unos segundos, les abrió uno de ellos “en pelotas”. Y aquí viene lo bueno. En lugar de reaccionar con tranquilidad como correspondía a su condición, el joven, al ver a los dos Beatles, fue corriendo a ponerse algo de ropa. Entonces, Ringo y George, todavía en el umbral, le dijeron a gritos riéndose de él: “Ah, ¡pero si resulta que no eres tan hippy!”.