Uno de los signos de nuestro tiempo es el blindaje de nuestras casas. Ha sido cosa de tres generaciones y lo he podido observar en la mía de Jaurrieta: en tiempos de mi abuela la puerta de la casa estaba siempre abierta de día e incluso muchas veces de noche, solo los golpes de la aldaba o el chirrido de los goznes podían advertirte de la presencia de algún visitante; con mi madre se colocó un timbre y se cerraba casi todas las noches; y en lo que a mí corresponde, me he adherido a la política de puertas permanentemente cerradas con llave día y noche.

No hace muchos años en los pueblos era normal que los vecinos se te presentasen en la cocina sin previo aviso. Era un signo de familiaridad, de cercanía. Los miembros del pueblo (hablo de pueblos pequeños) se consideraban una extensión de la familia; había un sentimiento de solidaridad y fratría. Esto, naturalmente, nos parece hoy algo abusivo y probablemente esta consideración es correcta. Pero hemos acabado en el extremo opuesto: hemos cerrado las puertas incluso a nuestros amigos más apreciados. Incluso la costumbre, todavía viva en algunos pueblos, de enseñar la casa a las visitas y de compartir mesa con los amigos está a punto de extinguirse. En las ciudades se ha perdido casi por completo. Hay compañeros de trabajo e incluso amigos que nunca han estado en sus respectivas casas: los encuentros hoy se reducen a bares y restaurantes. No hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo cercano a Pamplona, llamé a la puerta de un vecino para recabar información sobre un almacén de derribos y me encontré con un diálogo a puerta cerrada: el inquilino me dio la información que buscaba, pero no pude verle la cara. Me fui con la pesarosa sensación de que nos hemos ido a un extremo que no concuerda bien con nuestra debida y mutua humanidad.

Sí, hemos cerrado las puertas de las casas y también las de las iglesias. Visitar una iglesia se ha convertido en una costosa peregrinación en busca del vecino o la vecina que, en ausencia de presbítero residente, guarda la llave y que costosa y medrosamente accede a dejarla, tras mirarte de arriba a abajo y someterte al correspondiente interrogatorio. La sensación de inseguridad, que ha crecido en los últimos años debido al aumento de hurtos y robos, puede justificar esta situación, así como la instalación de cámaras y alarmas, pero desde luego no podemos decir que con estas medidas hemos salido ganando.

En algunos pueblos, como Ochagavía, todavía permanecen de día abiertos los cuarterones de las medias hojas de las puertas para que los turistas puedan contemplar los zaguanes artísticamente empedrados con cantos rodados que representan figuras geométricas… Los vecinos, orgullosos de sus enseres, exhiben en ellos esquilas, braseros, calentadores de cama, reposteros con sus insignias heráldicas, calderos de cobre, arcones de madera primorosamente labrados… Y todo ello bajo la mirada vigilante del lobo con el cordero plateado atravesado en su boca del escudo salacenco, blasón concedido por Felipe II en 1566 al valle y a cada una de sus villas, que preside las portaladas de sus casas solariegas.

Las casas parece que se han convertido en el último refugio de un mundo inhóspito y agresivo, sanctasanctórum para la realización de nuestra plena individualidad. Pero lo que puede aumentar de verdad nuestro bienestar (sería pretencioso decir felicidad), al decir de los psicólogos, no es ganar más dinero (una vez cubiertas determinadas necesidades básicas) ni habitar una jaula de oro, sino ser capaces de establecer unas buenas relaciones con los demás. Somos seres a la deriva buscando nuestra identidad, pero nuestra identidad no es estrictamente individual, sino social. El recurso a las redes sociales no parece ser la solución: a pesar del crecimiento de los medios de comunicación el sentimiento de soledad no ha dejado de expandirse. Estamos necesitados de reparar los puentes que nos unen a los demás y recuperar así el sentido de la alteridad, es decir, de la capacidad de dar y recibir efectos positivos al interactuar con el prójimo. La historia no es sino el fruto de la colaboración de muchas manos durante muchos siglos. Convivimos, es decir, vivimos con los demás, somos sociales por naturaleza como bien señaló el filósofo Aristóteles. Nos realizamos con los que nos rodean a pesar de que a veces se produzcan fricciones y malentendidos. Una persona sola es muy poca cosa. Los demás nos brindan las posibilidades de equilibrio mental y desarrollo personal.

Nuestro comportamiento no deja de ser paradójico: cerramos a cal y canto las puertas de nuestras casas para proteger supuestamente nuestra intimidad; sin embargo, no tenemos luego empacho alguno en colocar datos personalísimos en las redes sociales. Parece que estamos haciendo una opción por lo virtual en detrimento de lo real. Hemos bunkerizado las casas para cerrar el paso al invasor, pero este se nos cuela con nuestro consentimiento y pasividad por las invisibles redes de los móviles y ordenadores. Una más de las muchas contradicciones con las que tenemos que bregar.

Es urgente que volvamos a abrir a los demás las puertas de nuestras casas, a confiar en los otros; a buscarnos y dialogar más allá de recelos y suspicacias. Recientemente tuve ocasión de participar, en las fiestas patronales de Jaurrieta, de una bonita experiencia. La llamaron “ronda copera” y consistía en seis puntos en donde los vecinos de cada zona aportaban comida y bebida. Todos los vecinos estaban invitados a desplazarse sucesivamente por todos los puestos. Fue un eficaz modo de romper las barreras físicas y psicológicas de los tres barrios (alto, medio y bajo) para saludar y compartir un rato con personas con las que hacía mucho tiempo no teníamos contacto.

No puede haber ningún argumento político, social, científico o religioso que impida reconocernos mutuamente como personas necesitadas y desvalidas; seres frágiles necesitados del apoyo, la compasión y el aliento de los demás. No somos ángeles caídos del firmamento, ni demonios procedentes del inframundo: somos sencillamente humanos.

El autor es exprofesor de Humanidades