La he echado en falta durante el viaje de vuelta, no os lo voy a negar.

Un viaje de vuelta en el que, entre sueño y sueño, resuenan las palabras que hace tan solo unas horas nos ha dicho el papa Francisco. Eso de que la alegría es misionera, pero que no es para uno, sino para llevársela a alguien. Y nosotros, que hemos ido a buscar el mensaje de Cristo, a buscar el sentido de la vida, tenemos el deber (no querría utilizar la palabra “obligación”) de, como digo, llevárselo a los demás. De contagiar esa alegría.

Esa alegría también ha sido algo que hemos podido recibir con anterioridad. Hay personas que nos han preparado para recibirla. Si miramos hacia atrás todos tendremos un rayo de luz para la vida: padres, abuelos, amigos, sacerdotes, maestros, catequistas… Ellos son las raíces de nuestra alegría. Y es esa alegría, precisamente, la que yo en particular, y humildemente, voy a intentar transmitir a lo largo de los días que me sienta lo suficiente capaz para contar mi experiencia en la JMJ de este verano en mi blog (Tras el valle de Aranaz) o en esta página gracias a DIARIO DE NOTICIAS.

Tenemos que procurar ser alegría para los demás. Pero no una alegría pasajera, sino una que cree raíces. Y esa alegría, hay que buscarla (y, por consiguiente, tratar de encontrarla). Hay que descubrirla en nuestros diálogos con los demás, donde tenemos esas raíces de alegría que nosotros hemos recibido.

Y dándole vuelta a todo esto es, igual, por lo que he echado en falta a la persona que se quiso sentar a mi lado el pasado sábado, 29 de julio, cuando salimos desde El Sadar y nos lanzamos a la carretera para vivir esta aventura que tras nueve días toca a su fin.

Resplandecer, escuchar y no tener miedo. Mirar desde arriba, solo para ayudar a levantarse. Sentir la llamada de Dios para el día a día. La unión entre las tres parroquias pamplonesas que fuimos juntos y “ver venir” que diría nuestro párroco –más nuestro que nunca–. Darse cuenta de cuánta gente joven comparte la fe. Ver la familia que somos en cosas tan sencillas como la comida de cada día a la sombra de un árbol. Volverse a sentir parroquia. Ver a Dios en la gente (y mira que me cuesta; os lo puede decir quien de verdad me conoce). Ir –desde Pamplona– siendo surfistas y volver buceadores.

Todo esto, y más, es lo que vamos a intentar desgranar los días que me sienta lo medianamente inspirado para ello. La introducción de este primer especial quizás os ha resultado demasiado alegre– lo he repetido hasta ocho veces–, demasiado profunda. Lo venidero será más liviano, más ameno; o eso espero. Toca pedir apuntes. ¡Hasta muy pronto familia!