La pretensión de neutralidad de todas estas instancias es cuestionable, por la dependencia de todas ellas de los partidos estatales, particularmente, y otras altas instancias institucionales, como la misma monarquía, lastradas por intereses concretos en la organización del Estado. El papel de estos altos organismos es fundamental a la hora de las decisiones políticas gubernamentales. El sistema de designación de sus integrantes –jueces y magistrados– carga la constitución de los citados organismos con el sesgo político de sus componentes, propicios a identificar de modo excluyente sus planteamientos personales con los criterios correctos de la interpretación de los textos legales. Así es factible que lleguen a transgredir sin reparo la normativa legal más objetiva, por entender se encuentra en contradicción, con un valor subjetivo que consideren superior y hacen prevalecer su punto de vista sobre el sentir de la colectividad que dispone de referentes en valores de perspectiva más universal, no sometidos a planteamientos subjetivos sublimados de obligado cumplimiento.

Se ha alcanzado –en esta dirección– un punto en el que las dos fuerzas mayoritarias que acordaron la transición y mantenido el turno de partidos se resisten a desalojar el poder, por entender que el adversario adoptará soluciones graves para los intereses del electorado propio. Los viejos valores del franquismo, que no han estado dormidos, sino agazapados, durante décadas, son agitados sin rebozo. El PP y su hijastro VOX reclaman su derecho, por encima de las urnas, sobre las que pretenden prevalecer, cuando no coinciden con sus planteamientos, ante un PSOE más considerado por la necesidad de limitados avances sociales y de que no se venga abajo el conjunto del estado de bienestar. La obstinación por disponer del dominio del ejecutivo por parte del PSOE y PP lleva a ambos a la lucha por el control del poder judicial. El punto culminante de este proceso lo constituye la no renovación del Órgano General del Poder Judicial, institución superior del sistema, al nivel de Gobierno y Legislativo, desde que expiró el plazo de su mandato en diciembre de 2018. Los miembros de nuestro organismo no se sienten responsables de decisiones que corresponden a otros y, en consecuencia, se han limitado a seguir unas funciones que en ningún caso les corresponde.

Cabe preguntarse por la legalidad de esta actitud, porque es clara la ley que determina el final del mandato de los miembros de tan alto organismo. Nos encontramos ante una situación de la mayor gravedad. El incumplimiento de la Constitución afecta a la cúspide del Estado y la misma clave de los mecanismos de vigilancia constitucional. La única actitud correcta que cabe en esta situación es la dimisión de sus componentes, en otros momentos tan exigentes con quienes entienden rompen la Constitución. Asistimos a un momento en que el Tribunal Constitucional se ha constituido en recurso extraordinario que permite a los partidos mayoritarios y Gobierno sobrepasar las decisiones del sistema institucional en general, acordes con la legalidad –parlamentos y gobiernos autonómicos preferentemente– o de las cámaras legislativas, al quedar en manos de un tribunal extraordinario decisiones que competen al ejecutivo. El recurso sistemático a esta instancia permite al partido que ha perdido en el juego ordinario del parlamento la oportunidad de superar su minoría, en el caso de que espere encontrar en estas altas instancias que no admiten recurso, elementos favorables de entrada a su propuesta. De hecho, esta es la razón que ha impulsado al PP a boicotear la renovación de un CGPJ proclive a sus planteamientos, que sigue ejerciendo su función al margen de una situación que se puede definir de No Constitucional. A destacar una vez más, la adhesión implícita de los componentes de los más altos tribunales –Constitucional y Supremo– que con su no renuncia a su puesto, ratifican tan grave atentado a la Constitución que ellos son los primeros obligados a defender.

Finalmente, es obligado referirse a las raíces de esta más que irregularidad constitucional, que no es otra que la dependencia y sumisión del conjunto del sistema institucional español a los principios y valores de la vieja dictadura. Más aún, a la cultura política tradicional española, en la que los anquilosados principios autoritarios que impregnan una sociedad siempre jerárquica, en la que la imposición del más fuerte embebe a todos los niveles sociales y no tiene otra perspectiva colectiva o individual que el sometimiento del oponente más débil.