En el albor de mi vida en Iruña, un suceso me conmocionó y cambió mi comportamiento. Una amiga a la que me unían lazos no políticos, tocó el timbre de mi casa y me pidió que accediera al favor de darle un abrazo de perdón a su abuela. No conocía a la señora, no entendía el mensaje, pero fui a cumplir la encomienda. Descansaba la señora de cabellos blancos en la cama, dormitando, pero al anunciar mi presencia, abrió sus ojos de mirada vivaz, me hizo un gesto de acercamiento y, en voz firme, me pidió el abrazo de la reconciliación. Del perdón.

Me fue contando historias de su Lizarra natal. Se desataron los demonios en una ciudad inquieta en la que los carlistas mantenían su lucha por el Fuero, pero así resultan los negocios humanos, un día los buenos se hicieron malos y los malos, buenos. O viceversa, que no se aclaró. Nadie habló de dialogar, menos de convencer. Ni de pedir perdón por el muerto o el expatriado. Ni por el arrebato de sus bienes. Así hemos vivido, aclaró la anciana con los ojos humedecidos, sembrado el terror en nuestros corazones, sin saber quién llevaba la razón, aunque nunca hay razón, sea la causa que sea, para asesinar, exiliar, defenestrar.

Me pidió perdón por el silencio mantenido. Si muchos hubiéramos hablado, musitó, quizá, tal mal como hemos padecido, se hubiera evitado. Aunque yo era de otra generación y venía de otro mundo, confiaba en que escribiese por la negociación, la reconciliación, la restauración. Que solo así seríamos libres de la carga inmensa que nos oprimía. Nos dimos un abrazo y, en nombre de los míos, perdoné su silencio. Y me quedó la carga de hablar.

Hoy tenemos presos en cárceles ajenas a Euskadi y queremos que cumplan condena en el país, porque el éxodo de sus familias y el suyo propio es castigo añadido a la condena carcelera, por mucho que sea el mal hecho. Hoy tenemos muertos en las aguas mediterráneas y atlánticas de los escapados de la miseria de África. Hoy tenemos la guerra de Ucrania que se defiende de una invasión realizada en nombre de los rancios manifiestos de la Gran Rusia. Hoy tenemos la guerra desatada en frontera judía al amparo de una distracción defensiva, un ataque bien preparado y letal de Hamas. Hoy mi corazón llora porque los niños degollados de un kibutz no son noticia.

Hoy no quiero callar. Los kibutz, en la recién nacida Israel, se forman con granjas cooperativas no para realizar el trabajo de hacer florecer un desierto, y conformar familias, las perdidas en los campos de concentración de Europa. Se enseñaba a amar y pertenecer a un colectivo, pero con las manos arañando la tierra para hacerla frutificar. Los judíos recobraron en 1948, año de la Declaración de los Derechos Humanos, su territorio tras horribles sucesos que abarcan dos mil años: la destrucción romana de Jerusalén, escenario de las Cruzadas, expulsión de los reyes católicos, 1492, tras conquistar Granada, de los pogroms de Rusia... de los campos de exterminio europeos de la 2ª Guerra Mundial. Los judíos son el pueblo de la memoria, redactores de la Biblia, el libro por excelencia. Los Salmos de David son la poesía masa bella que se haya escrito. Son creadores de una religión monoteísta, que da curso al Cristianismo y al Islam. Jerusalén debiera ser encuentro de la civilización. Del Verbo.

Hoy no puedo, no debo callar ante los niños degollados del kibutz. Lloro por los milicianos muertos, lamento todo enfrentamiento bélico donde nuestra especie demuestra animalidad más que humanidad. Pero los milicianos de Hamas iban a matar, defendiendo su causa con explosivos y tanques, resultan hijos de la ira. Los niños del kibutz estaban aprendiendo a escribir, leer y sembrar, a ser ciudadanos de un país de 9 millones de habitantes, rodeado y condenado por un enemigo muy superior. Los niños del kibutz pretendían formar un país donde se avala un orden democrático. Para vivir en Israel se necesita el concurso de los judíos del mundo: un impuesto, porque todo judío sabe que vivir en la tierra prometida es un reto a la seguridad que anhelamos para nosotros y nuestras familias.

Hoy lloro por los niños degollados del kibutz, por sus mujeres de Gaza que no valen por sí mismas sino a la hora de llorar ante las cámaras internacionales, embutidas, sepultas en sus velos. En Israel un ciudadano tiene el honor de ser de vientre judío, y la segunda presidenta de su estado, Golda Meir, referente para mí, y que en muchas cosas me recordaba a las valiosas mujeres vascas de mi exilio. De Euskadi. Solo las mujeres respetables por ser respetadas hacen, ya que les toca parir, ciudadanos respetables.

Hoy hablo por los niños degollados del kibutz fronterizo. Apenada por el manifestar del día de una patria con un desfile militar, armas al hombro, en vez de hacerse empática por la siembra y la escritura. Hoy voy recitando a Miguel Hernández : ...Tristes armas / sino son las palabras./ Tristes, tristes./ Tristes hombres/ sino mueren de amores. / Tristes, tristes...

*La autora es bibliotecaria y escritora