De profundis, desde la Profundidad, donde nace el Silencio, desde donde inician su ascenso los Deseos, surge un canto que, apenas es eco de un murmullo –¿el Creador?–, un estruendo –¿la Creación?

Se eleva la música gregoriana adherida a la piedra fría del Santuario hasta la cúpula abovedada del ábside donde rebotan los melismas y desciende, como niebla cálida, sobre las cabezas de los fieles, apoyándose y retardando su caída en quilismas, notas dentadas que sostienen el sonido. Se inicia el canto de la Antiphona I, Jerusalem, gaude gaudio magno… Alleluia. A su terminación, el Silencio y el Deseo llegados desde la Profundidad reverberan en la amplia nave del siglo XI.

Algo aéreo tiene esta música que queda flotando en la austera ornamentación románica, enredada en las formas alegóricas de los capiteles y en las imágenes didácticas de los frisos exteriores. El canto gregoriano todo lo engloba, todo lo resume y lo hace inteligible o, al menos, acerca al conocimiento de lo divino. Sólo hay que escuchar y dejar que la música llegue para sentirse transportado a la Transcendencia. Manuel Olasagasti, teólogo capuchino, llegó a la conclusión de que la música (sobre todo se refería a las cantatas de Bach) contiene en sí más argumentos para llegar a comprender la idea de Dios que toda la Summa teológica de Santo Tomás. Y el canto gregoriano es el máximo exponente.

Canto de las Primeras Vísperas de Adviento. Exspectetur sicut pluvia eloquium Domini; et descendet super nos sicut ros Deus noster… “El mensaje del Señor descenderá sobre nosotros, como lluvia, como rocío…”. La música acompaña a este ruego, empezando con la nota sol, suave, silenciosa, y asciende al encuentro de tesituras altas que remarquen la idea de nube, de lluvia. Se sostiene la tonalidad para luego descender, et descendet, sobre nosotros, sobre los hombres.

Y si es bello escuchar, más lo es cantar. Sentir que la voz sale acompañando a la letra en una comunión con la historia bíblica, expresar el ansia de Adviento, de venida, como ansía la Naturaleza toda la lluvia. Luego, el canto del salmo 115 de melodía repetida expande por el templo plegarias y alabanzas que flotan como humo de incienso, como eco de un misterio, en suspenso como queda un pensamiento que no se quiere o no se puede expresar.

Al tiempo que escribo, sobre las tierras de Abraham, sobre los templos de Yahvé y sobre los lugares de oración a Alá cae una lluvia metálica que mata. ¡Qué a destiempo suena la Antiphona I!: …quia veniet tibi Salvator! “…porque vendrá a ti el Salvador”. Nadie acude a salvar a los israelíes, a los gazatíes, a los cisjordanos, ni tampoco a los judíos, ni tampoco a los musulmanes. Meditabor in mandatis tuis. “Meditaré en tus mandatos”. Tal vez habría que repensar por qué abandonamos la idea de la existencia de un Mandatario y por qué su sustitución por mandantes ajenos, llegados en enormes aeronaves blancas portando armas que matan y destruyen.

Canto gregoriano, música de paz para los que ansiamos su llegada.

*El autor es miembro de la Schola Gaudeamus