Con la urgencia atroz que impone la muerte, me apresuro a dejar constancia del dolor que provoca la masacre de tantas y tantas personas que tan sólo quieren vivir en paz. Tras el cruel y execrable atentado terrorista de Hamás y el brutal y criminal asedio a sangre y fuego del Ejército israelí, el pueblo palestino recoge horrorizado los restos de niños, mujeres, ancianos y hombres inocentes esparcidos a lo largo de la Franja de Gaza.
Es obvio que la fortaleza del mejor argumento en favor de la paz y contra la violencia no ha producido el rendimiento deseado. Y es que la violencia se expresa cuando la buena gente calla y la Comunidad Internacional mira para otro lado y además consiente, garantizando una casi total impunidad. En fin, este nuevo arranque de una sangrienta guerra entre el pueblo palestino, arrinconado en un escaso territorio, aunque aspira a tener un Estado propio que se le niega, y el Estado de Israel, que acumula 75 años de desprecio a las resoluciones de la Organización de Naciones Unidas sin recibir sanción alguna, resulta infame. Guerra que entraña el grave peligro de extenderse más allá de las fronteras de Israel y Gaza, implicando a nuevos actores como a las organizaciones armadas de los hutíes de Yemen o de Hezbolá del Líbano. Y es que el fundamentalismo es la forma estática de la violencia, o más bien la violencia es la forma dinámica del fundamentalismo ultrareligioso de unos y otros.
Lo cierto es que los israelitas tienen Estado, dinero y armas, y los palestinos no tienen ninguna de las tres cosas, o si acaso el despiadado terrorismo armado de Hamás. Esta guerra es, según parece, una expresión más de la guerra bíblica que ya viene narrada en los libros sagrados. Es una guerra eterna, como eternas son sus pretensiones religiosas, aunque uno sospecha que es además una guerra motivada por la propiedad geoestratégica del territorio que por una pequeña posesión en el cielo. Las gestas bélicas del pueblo judío no son nada nuevo. La Biblia narra el éxodo del pueblo hebreo, procedente de Egipto, en busca de la tierra prometida, siempre precedido por Dios, con el que habían contraído una alianza eterna, hasta que llegaron a Canaán, que se encontraba en poder de numerosos pueblos fuertes y poderosos. Y allí, con la ayuda de tan poderosa divinidad, su corte de ángeles y las ensordecedoras trompetas de Jericó, conquistaron Laquis, Hebrón, Jerimot, Gabaón, Jericó y Gaza, hasta derrotar a todos sus reyes. Lo que más conmovió a los pueblos derrotados: amonitas, maobitas, amorreos, gabaonitas, hicsos, hititas, filisteos o jericoanos, fue que los judíos aniquilaban todo cuanto se hallaba con vida en las poblaciones que conquistaban, incluidos las mujeres, los niños y los animales. Y para complicar más las cosas, en el siglo VII las tropas musulmanas procedentes de Arabia, bajo el mando de Jálid Ibn Al-Walid, con el Corán en la mente y la espada en la mano e incitados por las belicosas palabras de Abu Bark, que vino a decir que por Alá iba a destruir a los amigos de satán, conquistaron Palestina, islamizando el territorio ocupado.
La actual guerra religiosa y geoestratégica, igual que las de antaño, se basan en el fundamentalismo, que tiene como vector principal la adhesión tenaz, invariable, duradera y herméticamente cerrada a un libro sagrado, ya sea a la Biblia o al Corán. Y es que no se puede ser pueblo de un solo libro porque eso es malo para los libros, pero sobre todo es perjudicial para los que mueren por causa de los despropósitos que en esos textos se difunden. Lo cierto es que la singularidad de una religión no representa el éxtasis de la verdad absoluta, sino el embeleso de la ignorancia que puede tener mortales consecuencias. La cultura y el laicismo sirven precisamente para licuar estos conglomerados de ignorancia que a veces se forman en determinados pueblos aferrados inquebrantablemente a la tradición y a la mitología.
La adhesión a las fabulaciones religiosas produce una peligrosa aspereza en las conciencias de los crédulos que acaba con frecuencia volviéndose belicosa y letal. Mientras el fanatismo religioso es una mixtura de ofuscaciones e inverosimilitudes, la cultura es racionalidad, flexibilidad, pluralidad y, si acaso, tradición y mitología puestas al día, pero sobre todo es predisposición al entendimiento. Pero los israelitas y palestinos, fortificados en un profeta común, Abraham, y dos dioses enfrentados, Yahweh y Alá, pretenden basar su persistencia en un fundamentalismo mitológico y sacralizado que poco tiene que ver con la relatividad, diversidad y pluralidad de la posmodernidad y sus exigencias, esto es, la razón, el dialogo y la convivencia.
El autor es médico-psiquiatra