Mis palabras iniciales fueron aita, ama y Aberri Eguna, pintadas del color celeste del cielo uruguayo sobre un fondo blanco. Los baskos congregados en el Euskal Erria celebraban el Aberri Eguna, día de resurrección de Dios y Euskadi, cantando y contando cosas de las guerras que los llevó a la expatriación, la del 36 y las forales del S.XIX. La nueva generación advertíamos la nostalgia que padecían, pero también que no detenían su avanzar.

En el Centro Vasco/ Eusko Etxea, Caracas, la visión del Aberri Eguna se tintó de un azul oscuro, símbolo de energía, continuación de lo propio y comprensión del otro. Color de la confianza. En cada año de aquel exilio que abarcó mi niñez y juventud, se celebraba misa cantada por un coro magnífico, Pizkunde, y con juego de pelota y dantzas en el frontón. Por los tiempos de la ikastola Euskadi Venezuela, los niños desfilaban a son de txistu y tamboril, ellos exhibiendo el traje blanco ritual y ellas la vestimenta de poxpolin, recordando un lejano pero presente 27 de marzo de 1932, en el que sesenta mil personas y trajeados de la misma manera, concurrieron por la calle capital de Bilbao para celebrar el primer Aberri Eguna de nuestra historia. Esencia de Arana Goiri y la convocaba el partido que fundó, Nacionalista Vasco/ Eusko Alderdi Jeltzalea.

Nuestros mayores recordaban orgullosos el Aberri Eguna de Bilbao y los celebrados anualmente en aquellos años, Donosti y Gasteiz, y con dolor del último convocado que no hubo, en Iruña 1936, y el blanco fundamental de mi remembranza se tornaba gris, color emblemático de la sabiduría. Éramos un pueblo viejo, sabríamos recuperarnos. El dogmatismo franquista trataba de afectar la esencia de lo pregonando por el partido PNV/EAJ, de impecable estructura baskona, dispuesta al federalismo entre los territorios históricos peninsulares e Iparralde. Admirable era aquella voluntad de resurrección de nuestros padres, que perdiendo cuanto bien espiritual y material se puede perder en una vida, nos mostraban el camino a seguir con la frente alzada, sabiendo de la justicia de su reclamación. Un pueblo vive y pervive en lengua y usos y costumbres. Por entonces nos animaba la voz de los dirigentes José Antonio Agirre y Telesforo Monzón, que hablaban de una Euskadi en Europa, y la vibrante de Manuel Irujo que nos jaleaba al trabajo que significa la resurrección de un pueblo.

El Aberri Eguna de Iruña, 1967, tiene para mí el color rojo que expresa energía, pasión, peligro, vitalidad. Preparado desde Caracas e Iparralde, en aquellos años de dictadura interminable, se convocó en la Plaza del Castillo de Iruña una manifestación pacífica a la que concurrieron las perseverantes personas que estuvieron en Gernika, 1964, rompiendo el silencio que imponía la dictadura sobre nuestras competencias. Nadie podía creer que el pueblo basko volviera a manifestarse de esa manera, pero lo hizo. En Gernika ganó la sorpresa que inmovilizó al régimen, así que en Iruña se custodió la plaza tal como si fuera un fortín.

Pello Irujo estuvo allí y, tras una serie de actividades eficaces y cautelosas, se enfrentó al dilema de ver una de las ikurriñas lanzadas desde los altos de los edificios de la plaza sobre la multitud que la recorría sin detener el paso como lluvia bendita. Una de ellas cayó frente a un guardia civil que la trató de injuriar pisotéandola con su bota militar. Irujo, rápido, aferró la ikuriña, y de su garganta brotó el grito que los paseantes de la plaza mantenían en lo profundo del corazón: Gora Euskadi Askatuta. Irujo fue golpeado, encarcelado y expulsado del Estado español por siempre jamás. Hubo amnistía diez años después.

En el Aberri Eguna de 1978, abierta la era democrática, uno de nuestros quehaceres como partido fue celebrar el Aberri Eguna. Se hizo en Bilbao retomando el hilo conductor. Manuel Irujo estaba allí. Abrió sus largos brazos de anciano con sus manos de músico, tras 40 años de exilio, y los cerró sobre nosotros, multitud emocionada y comprometida con nuestra historia, de la que él era exponente. Recordó el abrazo que en su niñez, en su casa de Abando, derrumbada, Sabino Arana le otorgó. Y nos envolvía con él. Sentimos que desde lo profundo de un pasado que abarcaba no solo 50 años de historia dolorosa, sino de miles de años de historia trajinante, que teníamos que seguir adelante paso a paso sin detenernos. Estábamos obligados a participar a nuestros hijos y nietos de la formidable memoria histórica de resurrección de nuestro pueblo. A trabajar en la reconstrucción de las provincias traidoras, que así fueron nominadas Bizkaia y Gipuzkoa, a la puesta en marcha de un Estatuto y un Parlamento, remontar la quebrada economía heredada del franquismo, promover la creación de universidades, a transformar las ikastolas de alegales en legales y fructíferas. Había que reconstruir la casa de Arana Goiri.

Los Aberri Eguna que se han venido sucediendo y que seguimos en Nabarra con un Irujo operando en política, tienen para mí los matices del rojo intenso de la pasión, el luminoso verde de la esperanza y el blanco plácido de la sabiduría, pues pese a tantos reveses históricos, seguimos siendo una nación que porfía en sus derechos porque está segura de que son buenos. Para nosotros y los demás.

La autora es bibliotecaria y escritora