La verdad y la política no se han llevado demasiado bien, y nadie –que yo sepa– ha colocado la veracidad entre las virtudes políticas.

(Hanna Arendt)

Hace algún tiempo pedí a mis alumnas y alumnos que ofrecieran una definición propia y personal del término filosofía. Lectura tras lectura –había de todo–, mi asombro ante tanta lucidez iba en aumento. Pero la originalidad de una de ellas no la he visto superada ni en los mejores manuales: “La filosofía –escribía una alumna– es la ciencia tal sin la cual todo sigue tal cual”. Corría el año 2002 –como se acostumbran a redactar las crónicas de forma cansina–, y no hacía mucho que en nuestras retinas se habían fijado las imágenes de las Torres Gemelas sacudidas y derribadas por los impactos de vuelos que gran parte del mundo memorizó tras tanta moviola.

Hablábamos sobre los derechos fundamentales a raíz de los centros de detención de Guantánamo y todo lo que siguió: torturas, tratos crueles, retenciones prolongadas sin cargo alguno... Y entonces la alumna se hizo explicar: mucho concepto abstracto en filosofía y poca realidad. El mundo va por un lado –venía a decir– y la teoría por otro. Y concluyó con algo que podía haberse dicho hoy: ocurre lo mismo que con las mentiras de los políticos. Nunca le convenció lo que Platón mantenía en La República: pese a que la verdad deba ser valorada sobre todas las cosas, la mentira puede ser útil en la política para preservar el control y la justicia del Estado.

Obviamente, le perdí la pista a esta alumna, y en cierto modo me tranquiliza no tenerla delante, porque ni podría ni sabría explicarle lo que vendría después: desde la ficción de las armas de destrucción masiva en Irak para justificar una guerra, hasta el drama palestino (y entre lo uno y lo otro, el inmenso paréntesis de males que queramos incluir). Y a modo de colofón –para quien se atreva a explicar los Derechos Humanos hoy– la reciente escena del embajador de Israel, Gilad Erdan, triturando una copia de la carta fundacional de la ONU ante el mundo. La misma ONU que en 1948 declaró el establecimiento de un Estado judío y la partición de Palestina.

Lo que en realidad denunciaba la alumna –o no entendía–, es el divorcio entre el mundo real y el contenido de las clases; lo que a ellas y a ellos pedimos, y los ejemplos (o mejor: la falta de ellos) que ofrecen los que mandan. ¿Cómo habrá vivido el tiempo de las calles silenciosas, los bares cerrados, las obedientes colas en supermercados, panaderías, farmacias, tiempos espaciados y controlados de salidas, aplausos honoríficos cada tarde a la labor sanitaria, y el enriquecimiento de aquellos ajenos a la pandemia (llámense Ábalos, Koldo, Ayuso, Almeida o Boris Johnson)?

No ha habido sistema político –y pedagogía– que no haya planteado el tema del poder y la educación. Hasta en las épocas que pueden parecernos más rancias y alejadas, como la Edad Media de un Tomás de Aquino, se preguntaron literalmente “si el efecto de la ley es hacer buenos a los hombres o más bien ricos y sanos”, y concluían que “el rey deberá hacerlos amantes de la virtud”.

¡Ya vimos el dechado de virtud que resultó ser nuestro rey emérito!

La hemeroteca y las noticias –más que la filosofía–, explicarán mejor todo esto. Algunos botones de muestra (que no cabrían en cualquier prenda):

Mientras pedimos educación, asistencia y puntualidad a nuestras alumnas y alumnos, asistimos una y otra vez al abandono airado de los plenos por parte de los políticos –fruto de rabietas de críos pequeños– con banda sonora incluida de insultos y griterío. (No me imagino yo que frente a una discrepancia con mi directora –en reuniones o claustros, pongamos por caso– pegue un enfurecido portazo y haga mutis por el foro).

Más indicios de que algo falla.

Veamos:

• Una diputada llama “subnormal” a Feijóo el día que se elimina el término disminuido de la Constitución.

• Baltar, líder del PP de Ourense, se arriesga a ser imputado tras conducir a 215 kilómetros por hora un coche oficial

• Dimite un concejal de Estella tras pasar por un control de Policía Municipal y dar positivo en tres drogas

Y aquí el adalid de la moral estricta:

• Ortega Smith pierde los papeles y tira una lata a un concejal de Más Madrid.

En fin… ¿Quién gobierna a los políticos? (o, como preguntaba Marx, en nuestro caso: ¿Quién educa al educador?).

Y vamos a renunciar al análisis semántico de la nueva expresión de moda –máquina del fango– que el encierro franciscano de nuestro presidente rescató del ingenio de Umberto Eco, y que consiguió hacer pasar del corazón encogido de medio país a su resolución final: “He decido seguir con más fuerza si cabe –advirtió– al frente de la presidencia del Gobierno”. Me recuerda este mareo a la célebre paradoja filosófica del mentiroso, formulada así. “Dice Epiménides el cretense: todos los cretenses mienten”. ¿Decía la verdad Epiménides o mentía?. Tiene traducción reciente: “Dice Pedro Sánchez el político: todos los políticos mienten”. ¿Miente el presidente cuando dice que miente? (decida la lectora o el lector la respuesta).

Tenía cierta premura por acabar esta modesta colaboración para preparar a conciencia las clases de mañana; pero para comprender mejor los mecanismos que nos hacen mentir, me sumerjo en la lectura de José María Martínez Selva La Psicología de la Mentira y llego a este párrafo que trastoca mil planes: “La verdad es un arma de doble filo que puede herir gravemente a quien la dice y a quien la escucha. La sinceridad puede ser brutal, de forma que la propia sociedad no la resistiría”.

Decido entonces cambiar de planes, cerrar el libro con calma, descansar plácidamente e improvisar mañana. Y cuando poco después de las ocho pise las aulas, tal vez comience de otra forma: “¡Buenos días, jóvenes!, diré. “Hoy… ¡vamos a contar mentiras!”.

El autor es profesor de Filosofía del IES Julio Caro Baroja de Pamplona