Acabo de jubilarme. No es que eso interese a nadie, pero lo que me ha llevado a ponerme delante del ordenador es la confluencia de un par de hechos sin relación entre sí, más allá de su coincidencia temporal. El primero es que, cuando rebasas el ecuador de los sesenta, notas que el tiempo discurre a otra velocidad, que empiezas a desconectar de tu entorno o, mejor dicho, que tu entorno empieza a pasar de ti, incluso tienes que hacer no pocos esfuerzos por seguir amarrado al mundo que te toca vivir. El segundo ha sido la cita para las elecciones europeas.

Una de las pocas concesiones que te otorga la edad es que, a medida que cumples años, puedes evaluar el pasado con cierta perspectiva histórica, incluso pronosticar el futuro con un atisbo de lógica. Escuchando de soslayo algunas conversaciones de barra de bar (nuestra ágora sociológica por definición), la conclusión a la que llego es que vivimos en una excepcionalidad continua: el 11-S, la crisis financiera, la pandemia, la precariedad laboral, el peligro nuclear a las puertas de Europa, el riesgo de la inmigración masiva, la alerta ante una nueva pandemia, la democracia en peligro de extinción... Dicen los que saben que esa cantinela empezó a pisar el acelerador en 2008, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria por falta de control regulador, en román paladino por la avaricia especulativa del sistema financiero. Pero la cosa empezó mucho antes.

En mis años de estudiante, cuando vivíamos en la edad de la esperanza, la frase era: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Hoy, vacunados contra el espanto, lo único que llegamos a balbucear es “Seamos realistas, conformémonos con lo posible”. Gilles Lipovestsky hablaba de los 30 años de gloria (1945/1975) donde, a su término, se empezaban a diluir las políticas sociales que darían paso a la era del individualismo. Poco después, en el icónico 1977 era Johnny Roten el que, al frente de aquellos desheredados Sex Pistols, vociferaba “No future” en la inflamable Inglaterra de Maggie Thatcher.

Es sorprendente que, después de alcanzar en Europa la cota más alta de eso que los anglosajones llaman welfare state, vivamos en un duelo permanente, en un estado de pesimismo cuyo antídoto vamos a buscarlo en las redes sociales, convertidas en un mercado de ansiedad, depresión y traumas.

Gran parte de la producción ensayística de hoy la ocupa esa problemática, desde el baño de realidad de Byung-Chul Han, con La sociedad del cansancio o Infocracia; hasta las chirriantes parábolas de Slavoj Žižek, con Demasiado tarde para despertar o El sublime objeto de la ideología, por citar un par de gurús de la desesperanza. No será necesario que lean su espesa bibliografía, se la resumo en una sola frase: Vivimos en una incertidumbre que no conduce a nada, como la rueda del hámster en la que el animalito corre cada vez más a prisa para no llegar a ningún sitio. Pero, ojo, detenerse es quedarse atrás.

Así las cosas, el futuro nos empuja a una irremediable encerrona: los jóvenes de hoy viven peor que nuestros padres, de cuyo resultado deriva en la nostalgia del retorno melancólico: cualquier tiempo pasado fue mejor, consigna que no se basa en ocurrencias, sino que aparece en el Libro Blanco de la Comisión Europea sobre el futuro del Viejo Continente: “Por primera vez desde la II Guerra Mundial, existe el riesgo real de que la actual generación de jóvenes adultos acabe teniendo unas condiciones de vida peores que sus progenitores”. Es chocante, pero cuando la Comisión Europea habla de jóvenes adultos, se refiera a la generación mejor preparada que este país haya tenido jamás. Hoy, si se le pregunta a un recién aterrizado en el viscoso mercado laboral qué tal le va, probablemente te soltará un lacónico: “sobreviviendo”.

La nostalgia le ha ganado la partida al presente. Y es ahí donde encaja la piedra angular que sustenta el santuario del pesimismo. Si el presente produce miedo, ansiedad e indignación, si las olas de crispación lo embadurnan todo con una capa de desilusión que tiene a la mitad de la población en permanente estado de alerta y a la otra mitad, sumergida en la anomia, la fórmula mágica, según la retórica apocalíptica, populista y xenófoba, está en regresar al edénico pasado, al mundo de ayer, acabar con la Europa de las Naciones, con la solidaridad entre países, derogar la política agrícola comunitaria, clausurar Schengen y eliminar la Agenda 20/30, lo que quiera que eso sea.

Puede que la alternativa a todo eso esté en el voto. Ya sabemos que la política no es una herramienta perfecta, pero quizá valga la pena recordar aquella vieja letanía de Churchill, cuando decía que la democracia es el peor de los sistemas políticos, a excepción de todos los demás.