“Tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse” (François de La Rochefoucauld).

La democracia es la democracia. No es ninguna broma. Etimológicamente -y culturalmente- procede de una palabra griega compuesta por pueblo y poder. Forma de gobierno en la que el poder reside en el pueblo, que ejerce su soberanía a través de las instituciones oficiales. En definitiva, el pueblo decide a sus representantes y soberanos. O mejor dicho, es el propio pueblo el que se convierte en soberano. Ya no hay sacerdotes, ni filósofos, ni sabios ilustrados, sino sólo aquellos que obtienen el apoyo de la multitud que representa a un Estado. No pocos países europeos, a día de hoy, representan sin duda un ejemplo prototípico de este tipo de gobierno; una confianza tal que incluso incita a exportarlo a ciertas regiones del mundo donde la soberanía todavía roza el feudalismo, con todas las limitaciones y complicaciones del caso. Pero, ¿qué ocurre cuando la democracia crea una nivelación social tal que expertos y no expertos se sitúan en el mismo plano de la verdad? ¿Qué ocurre cuando el individuo corriente puede llegar a contradecir al especialista en un campo concreto sin que ello suponga un escándalo, al menos a nivel gnoseológico?

De hecho, y bien mirado, la democratización no sólo afecta al orden político. La democracia se convierte también en una Weltanschauung omnipresente que alcanza todas las esferas, así como la propia interpretación del mundo y de los fenómenos. Una actitud que tiende a horizontalizar todos los aspectos de la sociedad. También las autoridades y los poderes. La dialéctica entre la autoridad y la no autoridad, el poder y el no poder -en esta época, en la que la principal fuente de poder es la información y el conocimiento disponibles- también se ha transpuesto a la díada conocimiento/no conocimiento. En una democracia, los que detentan el poder están siempre bajo observación, control, molestos por el hecho mismo de que crean una verticalización. La misma actitud podría estar en el origen de la tendencia actual a discriminar todas las formas de conocimiento, especialización, pericia, etc.: una tendencia a no ver con buenos ojos a los competentes, a los técnicos, a los que saben sobre un área específica del conocimiento. De hecho, dentro de una democracia, las demostraciones de competencia pueden molestar a la gente, y por dos razones concretas: la primera es que tiende a verticalizar situando a alguien en un plano superior a otro. La segunda es que crea sensación de exclusión, lo que también es antidemocrático.

Una deriva de todo esto es que cada individuo se sitúa al mismo nivel que los expertos, incluso en ámbitos que no le son propios: existe el mito del hombre corriente que puede hacer cualquier cosa con su simple voluntad y libertad. El cine de Hollywood está repleto de padres de familia que se convierten en héroes y descubren un poder oculto tras su lineal tranquilidad burguesa. El conocimiento tiene enemigos. Es el fenómeno que parece que se impone cuando los médicos, los profesores, los profesionales, los especialistas, en definitiva, ya no son reconocidos como poseedores de conocimientos específicos en los que confiar, sino que se han convertido en antipáticos, porque son elitistas y están verticalizados. Perturban la visión horizontal del pueblo, pretenden la diferenciación.

Y entonces se acaba por considerar la ignorancia como una virtud. Me llama la atención que rechazar la opinión de los expertos significa afirmar la autonomía, una forma de aislar un ego cada vez más frágil y que no nos acaben diciendo, por ejemplo, que algo no es correcto o que algo es incorrecto. Es casi como una nueva declaración de autonomía, independencia, libertad,…, mayoría de edad en la que ya tomamos todas las verdades como obvias, también incluso las verdades que no son ciertas. Todas las cosas son conocibles y cualquier opinión sobre cualquier tema es tan válida como la de cualquier otro. Es algo así como aquella tradicional aversión a los intelectuales, expertos, peritos, competentes… cuando a la mayoría de la gente no le gustan los que considera sabelotodo. Y es que, como diría Baltasar Gracián “el primer paso de la ignorancia es presumir de saber”. Lo peor de las ignorancias es que, a medida que se prolongan, adquieren confianza y seguridad absolutas. Y como dice un amigo: ‘la ignorancia es soberana’. La ignorancia es la carga más pesada. Pero quien lo lleva no lo siente ni como carga pesada ni como ausencia de conocimiento.

El autor es misionero claretiano