Día a día vemos cómo el mundo se está musealizando. Pueblos y ciudades venden el relato de su historia a la vaca sagrada del turismo sin importarles el alto precio que han pagado para conseguir su propia realidad, banalizando el uso de su propia memoria hasta convertirla en un bien de consumo. Museos, templos, palacios, cárceles, campos de concentración y exterminio, panteones y estatuas, catedrales e iglesias, exhiben en su entrada historias de poder sin empacho ni sonrojo, casi siempre ocultando el coste humano derrochado para su construcción que, en su mayoría, ejecutaron esclavos y prisioneros de guerra. Vidas sin valor. Muertes sin memoria. Al contrario, hay pocos lugares de memoria que hablan de los abusados y abusadas. Es cierto que en esta sociedad de dominio, equiparar la violencia de quienes se resisten a la opresión con la violencia de los opresores es ya no poco engañoso. Pero hay mucho más. Desde siempre hasta hoy mismo, el uso de la fuerza por los oprimidos contra sus amos ha sido objeto de casi universal condena. A pesar de ello, como dice el historiador E. Straehle, hay una suerte de memoria, la cual reclama la visibilización de su propia historia así como de las injusticias pasadas, donde se batalla contra la violencia simbólica instalada por la hegemonía. En Iruña, que ya tiene bastantes soportes engrandecidos, todavía estamos a tiempo de impedir que esto se repita de nuevo.
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A lo largo de la historia el poder se ha esforzado por representarse a sí mismo mediante diferentes soportes conforme a la idea de permanencia eterna. Hablamos de la dimensión simbólica del poder. Esta extensión estética actúa como una especie de instancia, dice el pensador C. Lefort, de representación e identidad que al mismo tiempo también lo sea de legitimidad. Pero como hemos mencionado antes, a nadie se le debería escapar que un deber cívico irrenunciable para las sociedades actuales debería ser el de recordar las injusticias cometidas por la raza humana para conseguir o mantener el poder. Hablamos de la memoria de las tragedias pasadas como lecciones para el presente, sin olvidarnos que estos episodios no solo incriminan a los causantes de esas barbaries, sino también al proceso de transmisión que conecta el presente con los bárbaros que cometieron esas injusticias, mediante los diferentes soportes que los simbolizan. Por lo tanto, la cuestión estética no es un aspecto secundario, ya que adquiere gran relevancia respecto a la transmisibilidad; sin duda un problema de difícil maleabilidad, tal y como veremos se refleja en esta ciudad.
Siguiendo a Lefort sabemos que el poder busca lugares destacados y de fácil visualización para ubicar su retrato, con la intención de que la comunidad sienta la presencia del dominio y autoridad que le representa a todas horas. Este es el significado del edificio construido al final de la calle Carlos III en Pamplona tras la victoria de Franco en el 36. Su erección cumple dos objetivos, por un lado homenajea a los caídos que ayudaron voluntariamente a los golpistas a derribar al entonces legítimo régimen republicano y, por otro, simboliza el nuevo orden impuesto por los vencedores: el nacionalcatolicismo. De esta forma es evidente que los Caídos representan a un colectivo concreto cuyo mensaje no ofrece duda ninguna: la presunción de inocencia no existía y solo estaba libre de sospecha quien mostrase o había demostrado su fe inquebrantable en el movimiento nacional. Los demás, los rojos, estaban excluidos de toda consideración por parte del nuevo orden de poder instaurado, que cortó premeditadamente la sociedad en dos mitades, buenos y malos. Los malos, los rojos, según nos relata J.Enériz, era la marca genérica con la que el bando nacional, los buenos, llamaba a las personas con ideas republicanas, democráticas, reformistas, liberales, progresistas, socialistas, comunistas, ateas o agnósticas, o de cualquier otro tipo que no fueran las suyas. Esta identificación genérica quitaba individualidad y personalización a la víctima, cuando más a la hora de matarla. Aquello facilitaba la tarea liquidadora o el maltrato. Las víctimas no tenían personalidad ni derechos, solo eran animales a los que exterminar en las fases primeras de la represión, también durante la guerra y, después de esta y conseguida la victoria, castigarlas severamente, incluso esclavizándolas con grandes penalidades. Eso simbolizan los Caídos.
Diferentes posturas sociales y políticas apuestan por la resignificación de este edificio, dando paso a otro museo o espacio multiusos que banalice, en este caso, la memoria de los y las asesinadas durante la guerra y posguerra civil. A estas opiniones hay que indicarles, como hemos visto, que el propósito de aquel poder no residía tanto en crear un imaginario estético totalmente nuevo –que en este caso ni es, tal y como los especialistas J. M. Durán y D. Palacios explicaron– sino construir con la idea de que su memoria fuese eterna aunque su hegemonía desapareciese. Esa es la trampa de la dimensión simbólica. Aunque el poder se haya traspasado a otras manos, la esencia los Caídos obliga a la nueva coyuntura política a reinterpretar o rearticular ese espacio. ¿Por qué? Si ya sabemos que la finalidad del poder simbólico no opera solo en su tiempo, sino que su cultivo y desarrollo se debe a las referencias que ofrece al pasado o del pasado, propagando su mensaje al mismo tiempo que afianza su visualización insuflándole un aura de continuidad. Por muchas variaciones que lo encubran o enmascaren, ese edificio siempre será excluyente para las familias de los y las asesinadas, los represaliados y castigadas, haciendo presente el poder que lo construyó, robusteciendo que ese pasado no está muerto sino vivo.
En definitiva, creo que es justificable que la protección de la memoria de los y las asesinados tras julio del 36 implique la eliminación de la iconografía asociada a la tradición de los golpistas, en especial si se trata de un espacio simbólico construido para su propio ensalzamiento, nada inclusivo entonces –ni ahora–, problemático y no resignificable por lo que a día de hoy sigue representando: barbarie, opresión y represión. Por lo tanto, y para este caso concreto, aplicar una iconoclastia selectiva –que no es lo mismo que vandalismo– no es un acto casual ni espontáneo, sino un acto de higiene social. Ojalá no resignifiquen nuestra memoria musualizándola para consumo turístico encerrándola de nuevo en un espacio como los Caídos, que, para nosotros y nosotras, no representa más que oprobio y rechazo. Nuestra memoria no necesita ninguna visualización simbólica, lo que necesita es que su relato didáctico vuele en libertad sin que esa frontera de horror que cierra la ciudad hacia el sur entorpezca su camino. Ya vale de trampas.