Unas palabras de reconocimiento y agradecimiento para todos aquellos que corporalizaron el espíritu educativo en el colegio de Lecároz dentro del incomparable, precioso y singular Valle de Baztán.
No pudiendo nombrar a todos, aunque representando a todos (anteriores y posteriores), nombraremos a aquellos con los que compartimos la vida en calidad de alumnos durante el periodo de años 1970-1980.
Gregorio Casajús, Gerardo Eseverri, Serafín Arbizu, Jesús Arrondo, José Antonio Echeverría, Félix Furtado, Fco. Javier Echeverría, Fco. Javier Cabodevilla, Fernando Berastegui, Ildefonso Urquijo, Tarsicio Ros, Eusebio Echarte, José Garín, José Antonio Lasa, Máximo López, Sabino Erro, Eulogio Zudaire, Claudio Zudaire, Apolinar San Martín, Teodoro Yoldi, Jesús Larumbe, J. Antonio Martínez de Lizarrondo, Crisanto Bacaicoa, Clemente Elorza, Ricardo Enecoiz, Juan José Carballo, Venancio Marcilla, Ricardo Gómez de Segura, Rafael Enciso, Francisco Ondarra, Jesús Larrañeta, Juan de Dios Argaya, Jesús Eugui, Martín Eugui, J. Bautista Luquin, fray Lucas, fray Julián, fray Lorenzo, Félix Mimbrero y Manuel García.
A todos los profesores seglares y a todos los trabajadores de limpieza, cocina, telefonistas, etcétera que hicieron posible este proyecto educativo pionero, valiente y genuino enclavado en un valle excepcional.
De todas estas piedras preciosas que compusieron la valiosa corona educativa del colegio de Lecároz, a día de hoy, y para nuestra constancia, cinco de ellas viven en las residencias que la Orden Capuchina tiene en Pamplona y Zaragoza. Creemos que aparte de sumo agradecimiento y reconocimiento se merecen una visita, un fuerte, sincero y cálido abrazo.
Muchas gracias, eskerrik-asko a todos por habernos educado (no solo instruido), porque entregando altruistamente vuestra vida encarnasteis un estilo educativo enraizado en fundamentos vivientes, reales de universalidad, fraternidad, respeto, convivencia, coraje, responsabilidad, libertad creativa, iniciativa personal, amor a la naturaleza y al conocimiento como auténticas y salutíferas fuerzas de desarrollo del alma humana.
Y ahora nos preguntamos:
¿es posible detener el reloj, paralizar la sentencia de demolición de la última huella física del antiguo colegio de Lecároz? ¿Es posible abrir un paréntesis para que la decisión que se tome sea fruto de una observación objetiva, exacta y desprejuiciada del edificio? Una observación que preceda a una reflexión y meditación que conduzcan a una decisión justificada, juiciosa, coherente, respetuosa, agradecida con el pasado, confiada con el futuro.
Puede que en ese entretanto surja desde el valle o de donde menos pensamos una iniciativa que pueda acoger una nueva actividad.
Una nueva actividad educativa, cultural, artística, pedagógica, incluso terapéutica, que abra las puertas a la esperanza, en un mundo que pierde el alma y el corazón en todos sus aspectos, a una auténtica sociabilidad fundamentada en la razón, la creatividad, el respeto, la responsabilidad y un poco de sentido común.