Protágoras, sofista y moderno. Luciano De Crescenzo, divulgador de la filosofía de mis años de juventud al que Eco animara leer, lo calificaba como padre del escepticismo y, nada menos ni más, que abuelo de Popper. (Andaba yo, por aquella época embelesado en lecturas de un recién descubierto Nietzsche, amalgamadas con textos seleccionados de Marx y Lenin traducidos al castellano por la editorial Progreso de Moscú). Progresismo de ortodoxo manual y nihilismo mezclados, dando por resultado una visión entre escéptica y militante, a aquel defraudado exseminarista que fuera, puestas todas las esperanzas en el utopismo posibilista –lo que ya es toda una muestra de antinómico propósito– de una nueva realidad humana.

Al menos en la traducción de la que dispongo, Vida de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio, a este filósofo se le adjudica la visión del homo mensura (del hombre como la medida de todas las cosas, que en esta traducción trata más de lo existente que de lo que son), del agnosticismo (que le costara un exilio y la propia vida), del tiempo regulado con uso productivo y de la mercantilización del conocimiento. Algo que adelantaba en dos milenios y medio, el paradigma reciente de un liberalismo político y económico. Descansando, por ende, la potencia de persuasión debida para el convencimiento de los demás en la fuerza de la palabra, de la oratoria, cuya enseñanza era cobrada, supuestamente, en buena lid, a mejor precio.

De procedencia humilde, De Crescenzo narra como un día se cruzó Demócrito en su camino, viéndole trabajar de una manera tan ordenada que le llamase la atención, y ante el razonamiento del por qué lo hacía de aquel modo, le invitara a participar de las enseñanzas de la Academia o de su escuela. El mismo autor, comienza el relato recordándonos que Protágoras fuera conocido bajo el apodo de “el Razonamiento”, siendo considerado como el primer sofista. Este autor, sin lugar a dudas desde el plano anecdótico, pone en boca de Sócrates en un diálogo de Platón el conocimiento de un hombre, por Protágoras, “que él sólo ha ganado con su ciencia más dinero del que ha ganado Fidias con sus bellas obras y otros diez escultores juntos”.

Otra era la condición del artista en esta época (consuelo de algunos en presente) para que aun siendo así, fuera considerada por debajo de las habilidades de este en origen trabajador hijo de la Necesidad.

Todo el paradigma de la modernidad viene rigiéndose, al menos en parte, de protagóricas enseñanzas. Sus sentencias son de un pragmatismo utilitario que no deja de asombrarnos en la actualidad. Por ejemplo, como cuando respecto de la religión opina el que: “Acerca de los Dioses no  (tenga) ninguna posibilidad de saber ni que existen ni que no existen (puesto que) muchos son los obstáculos que me impiden saber; tanto la obscuridad del tema como la brevedad de la vida humana”. No obstante, la más afamada de las sentencias es aquella en la que muestra un antropocentrismo al uso calificando la especie humana en su individualidad como obligada referencia de todo lo doblemente existente: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, por lo que son, y de las que no son, por lo que no son”. De Crescenzo remata la argumentación que tal consideración no sólo afecta al ámbito del conocimiento sino también al de la ética, advirtiéndonos como para el último de los casos la bondad de una actuación simplemente radica en una conveniente justificación. Lo que viendo el devenir de tales premisas en presente del debate sobre el cambio climático, y de otras causas, bien pudiera al menos cuestionar sus interesadas enseñanzas conducentes a un estado más próximo a la progresiva deshumanización que otra cosa.

En todo caso, Protágoras trata de la relación del hombre con las cosas, con los dioses, con la rentabilidad del conocimiento asalariado, con la dialéctica como base de la disputa, etcétera. De todo aquello que a día de hoy para unos es incuestionable, mientras para otros constituye los pies de barro de un gigantismo en declive. No hay si no leer, en este sentido, al filósofo italiano Franco Bifo Berardi.

Uno va entrando ya en esa edad donde el idealismo de un horizonte de emancipación da paso a la constatación de una progresiva matérica decrepitud, por mucho que se empeñen los kurzweils de turno en llevarnos la contraria auspiciando posibilidades de artificial inmortalidad. Quisiéramos pensar que hemos aportado, en la medida de nuestras aptitudes y capacidades, un diminuto grano de arena a la inmensidad de un proyecto de mejora en el cosmogónico arenal. Lo que en modo alguno está claro ni viene a ser así. No estoy tan convencido como lo era antes de la galeana motivación que hiciera afirmar al escritor uruguayo aquello de que “mucha gente pequeña en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Éste viene siendo también el procedimiento por el cual la lógica industrial y de consumo ha hecho durante los últimos siglos caja y negocio.

Pertenezco a la primera de las clases, siéndolo también el país y comunidad en la que estoy inscrito. Ahora bien, dudo de la capacidad de agrupación de todas las pequeñeces para hacer de ello algo grande, incluida la afrenta que supone hacer frente a todo lo que de imperativo es grande. Protágoras lo sabía muy bien cuando era trabajador por cuenta ajena y por lo mismo repartía de forma tan equilibrada y metódica las cargas. Aquello, no obstante, no le dio resultado. Aprendió a gestionar lo que debe ser una auténtica autonomía para la vida iniciada desde lo que no es, la especulación, no en el sentido negativo adoptado como su signo de identidad a partir de Platón y Aristóteles, sino en el más adecuado defendido por el pensador italiano Berardi, puesto que la verdadera autonomía “no se basa en odiar al enemigo, sino en amar tu propia vida, en estimar la singularidad que eres” bien sea sólo o en comunidad. Por lo que, y aunque pueda parecer contradictorio, también en la pequeñez se ha de ser grande si queremos que algo deba cambiar en este considerado mundo, pero al menos teniendo en cuenta la opinión de aquél, de que ese mensurable principio protagórico realmente haya dejado de existir: “El hombre no es más la medida de las cosas, puesto que las cosas ya no habitan el espacio de lo mensurable”.

El autor es escritor