El 10 de octubre es el Día Mundial de la Salud Mental. Nadie suele tener mayor problema en decir “me duele el hígado, me duele el corazón”, pero a nadie le gusta decir “tengo un problema mental”. Y la reacción del oyente también es diferente. Un punto siempre a recordar, entre tantos otros, es el prejuicio y el estigma que acompañan al trastorno mental y alejan el momento del tratamiento.
Es 27 de julio de 2021, estamos en Tokio, donde se celebran los Juegos Olímpicos. Simone Biles, estadounidense de 24 años, cinco veces campeona del mundo de gimnasia artística y con 19 medallas de oro en su haber, anuncia que quiere retirarse de la competición. “Tenemos que proteger nuestra mente y nuestro cuerpo y no limitarnos a hacer lo que el mundo quiere que hagamos”, declaró a la prensa, desatando un auténtico frenesí mediático. En realidad, Simone Biles, junto con otros –pocos, todo hay que decirlo– atletas, con un acto de valentía puso de relieve la importancia del bienestar personal, que también incluye la salud mental. “La terapia me ha ayudado mucho”, explicó la gimnasta. “Ahora tengo que centrarme en mi salud mental y no poner en peligro mi salud y mi bienestar”.
¿Por qué es importante hablar de salud mental? Según la definición oficial de salud de la OMS, ésta corresponde a “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. La respuesta, por tanto, ya está dentro de esta frase: no se puede hablar de salud si no se considera también la salud mental.
La salud mental es un término amplio que abarca el bienestar emocional, psicológico y social de cada persona e influye en nuestra forma de pensar, sentir y actuar. Y no sólo eso, nuestro estado de salud mental es decisivo para gestionar nuestras decisiones cotidianas, nuestras relaciones con los demás e incluso nuestras elecciones sanitarias. Aunque los términos se utilizan a menudo indistintamente, la mala salud mental y la enfermedad mental no son lo mismo: una persona puede experimentar mala salud mental pero no ser diagnosticada de una enfermedad mental y, del mismo modo, una persona diagnosticada de una enfermedad mental puede experimentar periodos de bienestar físico, mental y social. Lo que es crucial, sin embargo, es la importancia y la influencia que la dimensión mental tiene en la propia salud.
En realidad, sin embargo, la relación entre salud y salud mental no es tan evidente, sobre todo en nuestra sociedad: a menudo se subestima la importancia de la salud mental y, aunque numerosos estudios indican que el número de personas con trastornos mentales está aumentando, quienes necesitan tratamiento para ayudar a su salud mental no suelen recibirlo.
Esto ocurre por varias razones, en primer lugar el estigma de la salud mental. ¿En qué consiste? En psicología social, el estigma es la atribución de cualidades negativas a una persona o grupo de personas, dictada por los prejuicios.
En el caso de la salud, el estigma hace que se emitan juicios negativos contra quienes padecen una enfermedad: el resultado son comportamientos discriminatorios que no hacen sino empeorar la propia salud de las personas, así como su calidad de vida. Hablamos de estigma con numerosas enfermedades, como el sida, la diabetes…, pero especialmente en el caso de las enfermedades mentales.
El estigma en salud mental es considerado por los expertos en la materia como una barrera importante para buscar y obtener tratamiento: es como si nos discriminaran por coger la gripe y lucháramos tanto para que nos la diagnostiquen como para buscar y obtener el tratamiento adecuado. Obviamente, esto tiene consecuencias muy importantes para la salud en general.
Otro obstáculo importante para integrar las iniciativas de salud mental en los programas sanitarios globales, y en los servicios de atención sanitaria, es la falta de consenso sobre lo que es realmente la salud mental: puede definirse como la ausencia de enfermedad mental o como un estado del ser que incluye también factores biológicos, psicológicos o sociales que contribuyen al estado mental de un individuo y a su capacidad para funcionar dentro de su contexto.
La OMS, por ejemplo, afirma que la salud mental es “un estado de bienestar en el que una persona puede realizarse, superar las tensiones de la vida cotidiana, realizar un trabajo productivo y contribuir a la vida de su comunidad”. No todos los estudiosos están de acuerdo con esta definición: elevar el listón de la salud mental haciendo hincapié únicamente en el estado de bienestar puede crear expectativas poco realistas y animar a las personas a enmascarar la mayor parte de sus emociones fingiendo una felicidad constante. El concepto de funcionamiento positivo también suscita preocupación, ya que implica que una persona a una edad o en un estado físico o incluso emocional que le impide trabajar de forma productiva no goza por definición de buena salud mental. Por ello, los expertos se plantean definiciones de salud mental más integradoras y menos estigmatizadoras.
Del mismo modo que no es fácil entender qué es la salud mental, tampoco lo es comprender qué influye en ella, porque, como en el caso de la salud en general, en su determinación intervienen infinidad de factores. Los determinantes de la salud mental y los trastornos mentales, de hecho, incluyen tanto los atributos de cada persona (como la capacidad de gestionar los pensamientos, las emociones, el comportamiento y las relaciones con los demás) y las experiencias personales, como factores sociales, culturales, económicos, políticos y ambientales. De hecho, las políticas adoptadas a nivel nacional, la protección social, el nivel de vida, las condiciones de trabajo y el apoyo social ofrecido por la comunidad tienen un gran impacto en la salud mental.
De hecho, no pocos estudios nos dicen que los factores de riesgo comunes a la mayoría de los trastornos mentales están estrechamente ligados a las desigualdades sociales: cada vez se encuentran más correlaciones entre una mala salud mental y la marginación social, el empobrecimiento, la violencia doméstica y los malos tratos, pero también la carga excesiva de trabajo y el estrés.
Se trata de un problema para toda la sanidad pública, ya que a menudo la mala salud mental influye en otras enfermedades como el cáncer, las enfermedades cardiovasculares…, y a su vez se ve influida por éstas.
Es crucial, por tanto, cuidar la propia salud mental, actuar para mejorar las condiciones de vida cotidianas, pero no sólo a nivel personal: para ello, la acción debe ser universal, dirigirse a toda la sociedad para reducir las desigualdades. Por ello, la OMS considera importante que en todos los ámbitos vele por que sus programas y estrategias no perjudiquen la salud mental y reduzcan potencialmente las desigualdades.
El Día Mundial de la Salud Mental es una oportunidad para reflexionar tranquilamente sobre algunos aspectos del sufrimiento mental. El sufrimiento mental es también para muchas personas: pérdida de sentido, ausencia de esperanza, sentimiento de impotencia ante un mal tan impalpable como tremendamente concreto en las limitaciones y privaciones que aflige. Un mal muchas veces inefable, difícil de hacer entender a los demás, y ciertamente difícil de aceptar y hacer aceptar a quienes te rodean.
Porque desgraciadamente el sufrimiento psíquico sigue siendo hoy sinónimo de diversidad, lo que hace de su portador, en el mejor de los casos, una persona difícil de comprender o de compadecer, en el peor de los casos, temible y evitada, en su supuesta “diferencia” con las demás personas “normales”.
Aun hoy, quienes experimentan malestar mental deben pagar el precio de la ignorancia, los prejuicios, los estereotipos infundados, como los de peligrosidad, la “debilidad de carácter”, la irracionalidad y otros, muchos otros que podríamos mencionar. El estigma, y el miedo a ser víctima del mismo, es decir, a ser tildado de “enfermo mental” es quizás la carga más pesada que debe llevar alguien que sufre un trastorno mental. Y que muchas veces, para no pagar las consecuencias, para no ser considerado “diferente” al que hay que alejarse y evitar, acaba escondiéndose, aislándose de los demás, en una soledad mortal. Y sobre todo, abandonar el tratamiento. Demasiadas personas que hoy podrían curarse a sí mismas evitan hacerlo o abandonan prematuramente las terapias emprendidas.
Muchos están convencidos de que todo esto sólo concierne a personas que padecen trastornos mentales graves, como la esquizofrenia, pero la realidad es otra, porque muchos de quienes padecen problemas muy comunes, como trastornos depresivos o de ansiedad, comparten los mismos miedos y sufren en silencio los mismos prejuicios y discriminación.