El ser humano es consciente de su imperfección y de sus carencias, conciencia de fragilidad e imperfección que le lleva a suponer que algo le falta, privación que merma la posibilidad de sentir una felicidad sin grietas. El deseo surge ante la posibilidad de que de poseerse ese algo del que se carece aseguraría al ser humano la soñada plenitud. El deseo se erige así en motor de la vida, limitándose la razón a justificar la elección de un deseo, dándole soporte lógico. O bien, a rechazarlo. La realidad humana se anuncia y se define, por tanto, por el constante afán en lograr un sinfín de deseos. Baste para probarlo la siguiente consideración: un ser pleno no tiene deseos, pues nada le falta. El deseo de poseer cualquier bien material, que imaginariamente colmaría la carencia que le hace infeliz, se convierte en la fuerza que impulsa a vivir. La búsqueda afanosa de algo valioso, deseable y alcanzable se erige como la directriz principal de la acción humana. Dicho de otro modo, el deseo de inflación personal se convierte en la principal preocupación del ser humano. La búsqueda del éxito a corto plazo y a cualquier precio, por encima de cualquier consideración moral, se convierte en un objetivo indispensable. El deseo es, por principio, conciencia de querer poseer o disfrutar de algo concreto y apetecible que está necesariamente fuera de uno mismo y del que, obviamente, se carece.

Cualquier cosa a la que sociedad le haya atribuido un valor importante, como alcanzar el éxito, poseer mucho dinero, o tener un régimen político determinado pueden imaginariamente anular la imperfección. En definitiva, los deseos vienen condicionados, como dicen Deleuze y Guatari, por códigos políticos, sociales y morales, que establecen los cauces por los que deben transcurrir sus flujos y sus intensidades. En este sentido, Platón distinguía dos tipos de deseos: los necesarios y los superfluos o ilegítimos, siendo estos últimos, dañinos para la sociedad. Son estos últimos los que la extrema derecha alimenta en favor de un orden etnocentrista y supremacista nacional, contrario al supuesto libertinaje de las democracias. La sociedad, mediante los medios de comunicación y las redes sociales, suscita fantasías de plenitud y orienta las necesidades de los individuos hacia la elección de regímenes autoritarios que garantizan la exaltación patriótica, el supremacismo autóctono y racial, el orden y la seguridad. Es obvio que un dictador jamás puede satisfacer su anhelo de plenitud mediante aspiraciones legítimas, porque sus carencias morales son tales que exceden sus posibilidades. Por ello precisa despertar los deseos autoritarios e infames del ser humano, lo cual es sencillo, pues, como afirma Platón y siglos después Freud, cada ser humano alberga en su interior deseos déspotas, crueles, y sin freno como lo prueban los sueños. Horkheimer anticipó brillantemente, mediante la teoría de los rackets, los desarrollos sociales que conducen a la proliferación de opciones políticas autoritarias, en la que el deseo encara un mundo imaginario tan atractivo y fascinante, que es difícilmente rechazable.

Hay naturalmente infinidad de deseos posibles que nos conducen imaginariamente a ser un poco más, pero todos los deseos se topan finalmente con la insatisfacción de una plenitud no lograda, pues ésta no existe. El deseo de ser totalidad sin falta solo es posible si se aspira a ser un ser donde converge la suma perfección, que no es otra que la idea de Dios. Por ello, como apunta Jean-Paul Sartre, el ser humano es deseo de ser Dios, lo que es un procaz desatino. No obstante, la amenaza que representa la muerte somete al ser humano a una profunda tensión que le aboca a luchar contra la nada fatalmente predeterminada. Es en este punto donde el deseo cobra su enorme pujanza, haciéndose con las riendas de la vida, hasta tal punto que conduce al ser humano a buscar la plenitud incluso en el más allá. El vértigo de la nada lleva al ser humano a extenderse a lo ilimitado del espacio y a prolongarse a lo inacabable del tiempo. Y en este anhelo de eternidad está precisamente en el origen de las religiones, que necesitan de la fe, que se sustenta, dada su irracionalidad, en la sumisión de las conciencias, lo que explica su ocasional convergencia con los regímenes autoritarios a los que tanto aporta.

En fin, desmoronada la razón por el asalto del deseo, surge un mundo desencantado en el que el deseo se muestra como el motor de la vida del ser humano. Esta transformación de la razón en algo meramente instrumental y subordinada al deseo, quizá sea vista en términos de liquidación y desestabilización de la racionalidad. Sin embargo, no excluye la posibilidad de una supeditación racional del deseo a la ética. Quizá sea posible el deseo de obrar según una máxima moral susceptible de ser universal, lo que implica la renuncia al quimérico y engañoso deseo de plenitud.

El autor es médico, psiquiatra y psicoanalista