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Cancionero y conflicto vasco

Cancionero y conflicto vascoNoticias de Gipuzkoa

En la última publicación de Euskal Memoria, Euskal Kantu Errebeldea, se pueden leer y escuchar las melodías de casi 700 canciones reivindicativas vascas. Sin embargo, el libro solo es una seleccionada punta de iceberg, que oculta un corpus de miles de canciones que alguna vez estudiarán los historiadores, sociólogos y politólogos para intentar explicar el conflicto vasco de estos últimos 70 años. En el prólogo escribí que el cancionero de un pueblo es algo así como una cartilla sanitaria, que indica su salud física y espiritual, y refleja sus altibajos históricos. En pueblos insumisos y cantarines como el nuestro, la política y la denuncia social aparecen en su lírica y esta se convierte en compañera inseparable de sus luchas. Que pregunten a Iparragirre la que se armó, durante más de un siglo, con el Gernikako Arbola.

Quede claro que el libro es un brevísimo resumen. Hay una enciclopedia digital esperando recoger algún día todo lo producido en esta etapa de nuestra historia que tiene en 1959, año de fundación de ETA, el principal referente. Aquella explosión musical ha tenido continuación hasta la actualidad y ha contribuido como pocas cosas a la politización, conciencia y radicalización de amplios sectores de nuestra juventud.

Este fenómeno no ha pasado desapercibido para los analistas españoles que comprueban con estupor cómo los rebeldes vascos han hegemonizado prácticamente todo ese mundo, llevando dos generaciones a una visión del conflicto vasco radicalmente opuesto al discurso oficial. En general, para nuestro cancionero, el vasco es un pueblo oprimido y dividido por España y Francia; que repudia la policía represora y torturadora; con una lengua que ama; hermanado con el resto de pueblos oprimidos del mundo; profundamente ecologista, feminista, anticapitalista y antimilitarista, lo que no impide apoyar, en muchos casos abiertamente, incluso a quienes tomaron las armas por la liberación nacional y social. Para el cancionero, terrorista es el Estado y sus secuaces. En este lado, con los matices que se quiera, son gudaris, paisanos armados. Y como tal se les glosa en cientos de canciones.

En sentido contrario, entre miles de canciones creadas o cantadas durante estos años, no hay una, una sola que sepamos, que alabe la Transición; que aplauda a las fuerzas de ocupación; que vea respetable la Monarquía o el orden constitucional… ¿Cómo puede haber tanta disociación entre el relato político oficial y la realidad popular que llena nuestra discografía, nuestras plazas, frontones y gaztetxes? ¿Qué tiene que ver lo que dice la clase política y la mayoría de los medios de comunicación, con lo que escucha y canta la juventud vasca?

No es de extrañar que ciertos analistas se tiren de los pelos al ver el nulo interés de nuestros cantantes (¡qué decir de nuestros bertsolaris!) por sus dogmas sagrados. Uno de los más viscerales, David Mota, doctor en Historia Contemporánea por la UPV, sostiene que bajo la etiqueta de rock radical vasco “hubo grupos de diferentes inclinaciones políticas (nacionalistas radicales, ácratas, nihilistas, anarquistas) que fueron fagocitados bajo el paraguas de las actividades de Herri Batasuna y sus campañas alegres y combativas como el Martxa eta Borroka (…). Las diferencias ideológicas entre los grupos no diluye el hecho de que todas sus canciones tuvieran un alto contenido violento, provocativo e hiriente, contrarias al Estado de Derecho y sus instituciones”.

La culpa de esta tendencia, a decir de estos analistas, la tuvo Ez dok hamairu y sus émulos. Cantautores como Imanol, Urko o Pantxoa eta Peio dedicaron algunas de sus canciones a narrar el conflicto y ensalzar las figuras de determinados miembros de ETA. “No cabe duda –insiste David Mota– de que el rock radikal vasco ha jugado un papel clave en la ecuación que explica la cultura de violencia en la que vivió la sociedad vasca, especialmente la juventud, entre las décadas de 1970 y la del 2000”. Estas sesudas tesis de nuestros analistas acaban lamentando que no haya una sola canción de un grupo vasco en la que se haga referencia explícita a las víctimas de ETA. “En este tipo de música las víctimas del terrorismo de ETA han sido y son invisibles”. Lo cual es absolutamente cierto.

Entonces cabe preguntarse: ¿cómo es posible que, en Euskal Herria, la marca España, con todo su ideario, poderío mediático y montaje institucional, no tenga a nadie, lo que se dice nadie, que le cante? Nada, ni un zortziko, un blues, un rock, un pasodoble al menos… ¿Y qué sería este país si todos sus creadores, hoy armados solo de voz y guitarras, tuvieran permiso y medios para hacer gran cine, series, programas de televisión o Melitoniuns, como lo tienen, a espuertas, los de la parte oficial del relato?

“Pueblo que canta no muere”, decían las joteras de Larraga. Al analizar estos últimos 70 años del conflicto vasco, los historiadores sinceros no podrán soslayar el testimonio rotundo de nuestro cancionero popular. Con él se entiende cómo pudo un pueblo pequeño resistir heroicamente a la continuidad del franquismo, a la ocupación militar y mediática, al discurso unidireccional.

Cuentan los cronistas de la esclavitud que los negreros temían las noches de palenque, de tambores y cantos en su lengua de los esclavos cimarrones. Era su espacio de libertad, sus raíces en el pasado, su esperanza en el futuro. Mientras la Euskal Herria cimarrona siga cultivando su cancionero, sus dominadores tampoco podrán dormir tranquilos.

El autor es editor