Hace unos días, en pleno aluvión de noticias sobre la trama corrupta de Ábalos, Koldo y Cerdán, sobre su implicación directa en el cobro de comisiones dentro del proceso de contratación de obras públicas, nos enteramos también de la muerte de Brian Wilson, miembro fundador, alma mater y compositor de la mayoría de los temas de The Beach Boys, la gran banda californiana nacida en los años sesenta y que hoy, a pesar de la desaparición de casi todos sus componentes, sigue ofreciendo cada varios años conciertos por todo el mundo. Con Brian no sólo ha muerto el último de los hermanos Wilson, sino uno de los músicos de mayor talento de los siglos XX y XXI, un artista genial.
No es la primera vez que se produce una coincidencia temporal de sucesos de tan distinta naturaleza, de hechos tan diferentes, se trata de un fenómeno cotidiano y, sin embargo, en ocasiones ese contraste provoca en nosotros un impacto especial, un escándalo doloroso que nos desanima, que agudiza esa sensación que experimentamos cuando se muere alguien a quien, aunque no conozcamos en persona, hemos seguido durante mucho tiempo por la calidad de lo que hacía, por la belleza de lo que creaba.
Sí, en este final de primavera y principio de verano, en la mente de algunos de nosotros se ha establecido una relación espontánea, un correlato natural entre la muerte de Brian Wilson y todo ese barrizal político. No porque exista entre ambas cosas un vínculo de causalidad, qué absurdo, sino en el sentido de que advertimos una contraposición radical entre ellas, notamos la generación de dos sentimientos antagónicos en nuestro interior, percibimos el choque entre algo que nos entristece y algo que nos repugna, y de ese modo nos parece estar asistiendo a una forma de injusticia universal.
Claro, todo esto tiene que ver con el arte, con los efectos que el arte provoca en nosotros. En la entrevista que mantuvo con Laure Adler, publicada más tarde en el libro titulado Un largo sábado, George Steiner, el gran crítico y ensayista británico, cuenta cómo, a la salida de una representación de El rey Lear en un teatro de Londres, fue testigo de un accidente de tráfico; cuenta cómo, con su cabeza todavía sumida en la obra de Shakespeare, se sintió de pronto paralizado, incapaz de reaccionar y de prestar ayuda a los ocupantes de los coches que acababan de colisionar delante de él. A continuación, en la reflexión posterior a la anécdota, Steiner se pregunta con cierta retórica si es posible que, paradójicamente, las Humanidades nos hagan más inhumanos, que, lejos de hacernos mejores, atenúen nuestra sensibilidad moral. Y es que, sigue diciendo, lo cierto es que aquéllas nos dan tanta intensidad con la ficción, que a su lado la realidad pierde color. Más adelante, concluye afirmando: Al salir de una experiencia artística se produce una náusea de irrealidad que nos impide comportarnos como seres humanos y de manera eficaz frente a un accidente o tragedia real. En esa misma línea, Nietzsche escribe que la salida brusca desde el rapto provocado por el arte, por la música, provoca asco del mundo real y una negación de la voluntad que nos impide actuar.
He ahí lo que sucede con las composiciones de Brian Wilson, con las voces de The Beach Boys. Igual que en el caso de otros músicos de su categoría, ocurre que nosotros, al escucharlas, ingresamos en esa dimensión emocionante que nos ofrece lo artístico, sufrimos ese rapto mencionado por el filósofo alemán. Y entonces, cuando se acaba el disco, cuando esas melodías se desvanecen y volvemos a la realidad, a la que vemos reportada en los medios de comunicación, cuando despertamos a una actualidad protagonizada por ese hatajo de individuos corruptos, degenerados, ineptos y mediocres, cuando leemos sus ridículos mensajes, los balbuceos de ese pelotón de ladrones inútiles, brota inevitablemente en nuestro organismo la náusea de Steiner, surge el asco al que se refiere Nietzsche.
Es verdad que no podemos vivir en el intervalo de tres minutos de las canciones de Wilson, no podemos habitar eternamente en ese universo de buenas vibraciones. Sin embargo, nos gustaría, por lo menos, poder librarnos para siempre de esa cantinela insoportable que oímos cada vez que sale a la luz un caso de corrupción como el de estos días, esa letanía sin ritmo, gracia ni armonía que empieza diciendo “pongo la mano en el fuego por fulanito, que además es mi amigo”, y que sigue con los fraseos “es una persona de mi absoluta confianza”, o “estoy muy tranquilo, mi conciencia está limpia” o “estoy sufriendo indefensión y un juicio paralelo”, o “pongo mi cargo al servicio del partido para no perjudicarle”, o “doy un paso al frente”, o “doy un paso al lado”, o “su decisión de dimitir le honra”, o “nosotros no somos como ellos”, o “nosotros no ocultamos nada”, o…
¡Por el amor de Dios, sólo pedimos que alguien apague esa estridencia repulsiva y entone unos acordes capaces de llevarnos lejos de aquí, a otro lugar!
El autor es escritor