Después del ataque que sufrió Donald Trump el 3 de julio de 2024 en Pensilvania, dijo: “Me gustaría pensar que Dios me salvó con un propósito, que es hacer que nuestro país sea más grande que nunca” bajo el eslogan Make America Great Again. Por otro lado, también Benjamín Netanyahu se considera el elegido por Dios. Se ve como a un mesías que, bajo la inspiración y amparo de la Torá, justifica la guerra y las matanzas que está llevando a cabo para reconstruir el Gran Israel emulando así al rey David, quien, dicen, amplió su territorio a golpe de espada, ocupando lo que hoy es Egipto, Jordania, Irak, Siria, el Líbano, y, por supuesto, Palestina. Dos poderes guiados por Dios que, en la búsqueda de sus intereses, de los que más adelante hablaremos, han tropezado con Irán. Cuyo gobierno, bajo el poder del líder supremo Ali Jamenei –otro mandatario que ha sido señalado por el dedo de Dios– no está dispuesto a permitir que esto suceda.

Como siempre, el supremacismo y la grandeza de estos mandatarios están respaldados por el fundamentalismo de sus respectivas religiones. Como siempre, sus embustes y bravuconadas desmienten sus planes programáticos. Como siempre, ninguno de los dirigentes mencionados consiente que se les lleve la contraria.

Trump –simpatizante del cristianismo–, que en campaña prometió –y está cumpliendo– deportar a los que considera inmigrantes ilegales a terceros países, también afirmó que iba a acabar con las guerras de Ucrania y Gaza y que, además, no iba a empezar nuevas contiendas. No sólo ha incumplido esas promesas, sino que, además, ha abroncado a Zelenski, Putin, Netanyahu y Jameneí, bueno y a todo el que no le dé la razón. Desde 1979, Irán, que es una república teocrática identificada con el fundamentalismo islámico, por lo tanto, en contra de la formación de un estado secularizado, moderno e igualitario, está proyectando un programa nuclear que le posibilite mantener la hegemonía económica en la región del Medio Oriente, siguiendo una serie de principios éticos que se encuentran en el Corán, la Sahira. Su misión no acepta discusión ninguna. Israel, la otra potencia señalada, desde la Declaración de Balfour en 1917, tiene como objetivo no sólo la ocupación de territorios para su expansión, sino convertirse en la potencia militar y económica de la región. Si para ello hay que exterminar al pueblo palestino, arrasar el Líbano o bombardear Siria, Irán o Yemén, se hace. Están por encima del bien y del mal. Palabra de Dios.

Los tres mandatarios mencionados son líderes con religiones diferentes, pero comparten un rasgo fundamental: la disposición a desestabilizar sin escrúpulo ninguno el ya de por sí precario orden geopolítico. En esencia, su mensaje apuesta por el dogmatismo religioso, distorsionando y manipulando políticamente a la sociedad, de la misma manera que la conferencia episcopal católica de este país pretende orientar el voto electoral de sus feligreses. Quieren convencer a la gente de que existe algo superior a ellos mismos y que con su manera de comportarse en la vida pueden contribuir a que el plan se confirme, aquí en la tierra así como en el cielo. Son religiones que a lo largo de la historia han provocado masacres y genocidios, y que, contradictoriamente a su dogma, han defendido que las guerras no han de evaluarse en términos morales y que, desde luego, si conviene, no existe ningún principio ético desde el que se pueda enjuiciar la actividad bélica que apoyan. Son creencias que manifiestan que la ira de Dios se apaciguará con la victoria sobre los diferentes a toda costa. Pero, ojo, sin olvidarse de los objetivos económicos o políticos que sus respectivos estados consideran legítimos para sus propios intereses.

Por otro lado, nos encontramos con el arte de la estupidez política que actualmente ha alcanzado su plenitud. Destreza que, en su perfección, ha sido y es capaz de desarrollar una cultura que considera a las personas y colectivos que no comulgan con ella como desechos y población sobrante, condenándolos a la desaparición o a un mal menor utilizándolos como mano de obra esclava. Una práctica bien definida por el politólogo camerunés Achille Mbembe, que habla de la necropolítica entendida como la capacidad de todos los poderes coaligados para decidir quién tiene que vivir y quién tiene que morir. Se nos olvida que los ingredientes del fascismo empiezan a actuar sobre los colectivos más débiles. Si el plan funciona, sube de nivel, apostando por inyectar miedo en todos los engranajes políticos, administrativos, personales y culturales de la sociedad. Esa es la política utilizada por Trump y sus acólitos: se creen mejores seres humanos –disculpen, mejores hombres–, así, en su superioridad y caritativamente, siempre están dispuestos a enseñarnos cómo actuar al resto de mortales que, desde luego, no alcanzamos esa capacidad tan perfecta. Lo hacen por nosotros, aunque no tanto por nosotras. Para ello se valen del amedrentamiento o la ridiculización, y, claro, para actuar así hace falta sentirse muy por encima de los demás.

Creo que no hay que creer en nada para entenderlo. Eso es así. Frente a la doctrina de Heráclito según la cual “la guerra es el padre de todas las cosas”, Kant planteó una alternativa radical: el origen de las relaciones humanas, de la política humana y del derecho humano no es la supuesta necesidad de la guerra, sino el ideal de la paz. La realidad de nuestro mundo es brutal; por eso debemos someternos, no a las creencias de un mundo mejor después de este, creernos el pueblo elegido o apostar por los intereses económicos que solo benefician a unos pocos. No. La religión y la política, así interpretadas, están tratando de mantener al pueblo sumido en la penumbra de la guerra, fomentar la aversión a las políticas colaborativas, redistributivas e igualitarias, amenazándonos con la ira de Dios y aprovechándose del arte de la estupidez política. Quizás deberíamos alejarnos de los superfluos intereses imperialistas, nacionalistas o personales de estos dirigentes y sus seguidores, y superar el estancamiento político de la sociedad que quieren dominar. Como dice Marina Garcés: el ser humano necesita aprender siempre. Para ello, nos aconseja aprender a pensar aprendiendo de lo extraño, de lo diferente. Es una buena fórmula para alejarnos de la ira de Dios y de las estupideces de los dirigentes políticos actuales.