En estos días, el calor irrumpe con fuerza en nuestras vidas. No solo incomoda; mata. Es un enemigo silencioso y cada vez más frecuente, favorecido por un cambio climático que aún no somos capaces de enfrentar con la urgencia necesaria. Mientras no entendamos que tenemos un origen común y un destino compartido, seguiremos desprotegidos ante una amenaza que ya está aquí, y que afecta con especial crudeza a los más vulnerables.

Las olas de calor están detrás de miles de muertes prematuras cada verano en Europa. Y sin embargo, seguimos actuando como si fueran fenómenos excepcionales. No lo son. Han venido para quedarse. Y su impacto se multiplica en entornos urbanos, donde el asfalto y el cemento retienen el calor, y donde muchas personas mayores, enfermas o solas no tienen los recursos para protegerse.

Pero el calor no solo afecta a la salud pública: también incrementa de forma notable el riesgo de incendios forestales, pone en jaque a la agricultura y afecta gravemente a la seguridad de los trabajadores, especialmente aquellos que desarrollan su labor al aire libre o en interiores sin refrigeración.

Cuando hablamos de calor, solemos fijarnos únicamente en los grados que marca el termómetro. Pero el riesgo térmico depende de muchas más variables: la humedad relativa, la velocidad del viento, la temperatura radiante (como la del suelo o superficies metálicas expuestas al sol), e incluso la radiación ultravioleta, que también daña la piel y el sistema inmunitario.

Por eso es necesario adoptar un enfoque más técnico y completo. Uno de los indicadores más fiables y utilizados para evaluar el riesgo de estrés térmico es el índice WBGT (Wet Bulb Globe Temperature). Desarrollado en los años 50 por el Cuerpo de Marines de EEUU, el WBGT combina distintas variables para estimar el riesgo real de exposición al calor. Ha sido adoptado en el ámbito laboral, especialmente en industrias, agricultura y construcción, y puede servir como referencia para activar planes de autoprotección.

Así como contamos con planes para prevenir inundaciones, incendios o terremotos, también necesitamos un plan específico frente al calor. Un plan que no sea solo reactivo, sino preventivo. Que identifique a la población más vulnerable: niños, personas mayores, personas con enfermedades crónicas, personas sin hogar, y también trabajadores expuestos al calor extremo. Y que establezca protocolos claros para actuar antes, durante y después de una ola de calor.

Esto implica coordinación institucional, pero también cultura de prevención. Implica formar a la ciudadanía, adaptar horarios laborales, crear zonas de sombra, habilitar espacios frescos públicos, garantizar el acceso al agua y mejorar el aislamiento térmico de viviendas sociales. No podemos seguir improvisando.

Combatirlo no es solo una cuestión de salud, sino también de justicia climática y social. Las personas más vulnerables son siempre las más afectadas. Necesitamos actuar como comunidad, con responsabilidad y solidaridad, reconociendo que la prevención también salva vidas.