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Señor arzobispo de Pamplona

Señor arzobispo de PamplonaUnai Beroiz

Poco antes de comenzar los Sanferminesleí un artículo-carta pastoral suyo publicado en varios diarios locales y medios digitales católicos, en el que afirmaba que “Si quitamos a San Fermín, ¿qué nos queda? Nos quedamos sin fiestas, ¡no nos queda nada!”. A decir verdad, yo más bien pienso lo contrario; es decir, que la presencia del santo es tan solo una especie de costra que una historia de siglos de absolutismo religioso ha dejado adherida a nuestras fiestas, y que si se prescindiera de ella no pasaría gran cosa. Me explico.

Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), entre el año 2000 y el 2024, en el conjunto del Estado las personas autodefinidas como católicas han pasado del 84,7% a un 54,5% de la población, bajando esta cifra hasta un 35,4% entre la juventud. Esta tendencia se va acentuando a su vez, pues según desaparecen las viejas generaciones, más creyentes, su lugar lo ocupan las nuevas, más incrédulas.

Y, ¿qué decir de Nafarroa? Pues que frente a aquella tierra de misiones, ensotanada, cosida de misas, rosarios, novenas y procesiones, hemos pasado en 2018 a ser la comunidad del Estado que cuenta con un mayor porcentaje de personas no religiosas (54,7%), o sea, ateas, agnósticas o no creyentes, frente a un 38% que se declaraba católica. De esta última cifra, además, dos tercios eran no practicantes. En 2024, en Nafarroa, tan solo un 13% de la población acudía a la misa dominical, el porcentaje de niños y niñas bautizadas era de un 45,6% y las bodas civiles triplicaban a las del rito católico. Parejo a ello, las vocaciones religiosas han caído en picado. Hoy quedan tan solo en Nafarroa 303 sacerdotes diocesanos, de los que 188 están ya jubilados.

Dice usted: “No nos engañemos, San Fermín no es un adorno de nuestras fiestas, no es una excusa para correr, bailar o brindar. Es el alma espiritual, humana y social de nuestra ciudad”. Pues no, para toda esa mayoría de la población que no se reconoce como católica ni practica sus ritos, para toda esa gente que no bautiza a sus hijos e hijas, se casa por lo civil o se arrejunta y blasfema en su vida diaria cual carretero, el santo moreno es un puro accidente derivado de un calendario monopolizado por su Iglesia durante siglos.

Pienso yo que el arcaico observatorio desde el cual escudriña nuestras fiestas, sito en su palacio episcopal (s. XVIII, 3.000 m2 de superficie construida), unido a la apretada agenda de actos religiosos que tiene usted durante estos días (vísperas, procesión, misas, octavas…), le impide en buena medida captar lo que son los Sanfermines. Le digo esto, porque no me le imagino a usted almorzando en la calle o en cualquier sociedad unos huevos con txistorra, bailando al ritmo de una txaranga, dándolo todo hasta perder la voz, corriendo el encierro con o sin sotana o acudiendo a las dianas de La Pamplonesa tras una larga gaupasa.

Yo, la verdad, no entiendo mucho de almas, pero puesta a buscar alguna en los Sanfermines rastrearía sobre todo por las calles Jarauta, Carmen, Calderería, Navarrería, en la plaza de la O, espacio de Herri Sanferminak, por cualquiera de las sedes de las 17 peñas de Iruñea, en conciertos de la Plaza del Castillo, la calle Compañía y la Herriko…, sin olvidar, por supuesto, los verdes espacios de la Vuelta del Castillo, los fosos de la Ciudadela o las orillas del Arga, lugares preferidos por quienes, a modo de txupinazo, se apuntan a echar un polvo nocturno a la salud del santo patrón que, todo hay que decirlo, también lo es de las cofradías de boteros y vinateros.

Como no podía ser menos, usted cita la procesión del día 7 de julio como el non plus ultra de la presencia espiritual del santo durante las fiestas. Pero aun siendo evidente la presencia masiva de gente durante su paso por las calles del Casco Viejo, también es cierto que si despojásemos a la procesión de los componentes no religiosos que le regala el Ayuntamiento, es decir, la comparsa de gigantes, zaldikos y kilikis, la banda de música La Pamplonesa, el grupo de danzas municipal, los maceros, clarineros, timbaleros y policías municipales en traje de gala, así como la propia corporación municipal, ¿en qué se quedaría la procesión? De verdad, señor arzobispo, ¿cuántas cree que serían las personas que acudirían a ver ese arcaico desfile si solo contara con la imagen del santo seguida del Cabildo catedralicio, usted mismo, la cofradía de la Hermandad de la Pasión y la Congregación Mariana, adornado todo ello de una generosa parafernalia de cruces, estandartes, sotanas y casullas?

Decía usted: “Si quitamos a San Fermín, ¿qué nos queda? ¡Nada!”. Niego la mayor. No pasaría gran cosa. A modo de ejemplo, le citaré el caso de la procesión de la Salve en Donostia. En 1994 el Ayuntamiento decidió suprimir del programa festivo la muy tradicional procesión de la Salve realizada en honor de la Virgen del Coro, patrona de la ciudad. Más adelante, en 2014, a propuesta del PNV, se planteó su recuperación, votando a favor el propio PNV y el PP, y en contra EH Bildu, PSE e Irabazi, por lo que la misma no pasó. A pesar de ello, Donostia sigue viva. Yahvé no ha enviado sobre ella plaga alguna. Es más, sus fiestas son cada vez más participativas con actos que van popularmente in crescendo, como el desembarco pirata en la playa de la Concha. Y qué decir de Bilbo, donde si bien la Virgen de Begoña es su patrona, la reina oficial de las fiestas y sus actos es Marijaia.

Según la liturgia católica, las procesiones son actos religiosos, públicos y solemnes, encaminados a expresar la fe y devoción de los fieles. Pues que así sea. La presencia oficial en la del día 7, en Iruñea, de la corporación municipal y sus añadidos, carece de sentido alguno, pues no respeta la pluralidad de creencias e increencias y está anclada en un rancio pasado hoy inexistente. Participar en ella no es respetar tradición alguna, sino un anacronismo que puede y debe ser superado. Y usted, señor arzobispo, no se preocupe por la fiesta, que eso es cosa nuestra. ¡Zapatero, a tus zapatos!