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La carta del día

Los caimanes de Mr. Trump

Los caimanes de Mr. TrumpEFE

Esto lo he visto y lo he oído de la boca de este señor. No hace mucho tiempo, apenas diez o quince días en los que, como todos los días, son un fragor insoportable. Lo vi y lo oí a través del televisor. Se refería a la prisión de Alcatraz de un modo cuando menos extraño. Un presidio gélido y mortal hundido en una roca hundida en el mar. Se podrían decir otras cosas sobre Alcatraz. No las diré. Si acaso debo nombrar una fecha y un suceso que quisiera hubiera sido exitoso. Me temo que no. Era el doce de junio de 1962 cuando Frank Morris junto a los hermanos Clarence y John Anglis se fugaron de ese infierno inexpugnable. Soy de los que piensa que la primera obligación de cualquier preso es fugarse. Ellos lo hicieron porque el hartazgo era superior al delirio o quizá, justo al revés, el delirio era superior al hartazgo. De ese islote no se fuga nadie. Esto es lo que debió pensar Mr. Trump cuando el otro día –emitido a través de todas las televisiones del mundo– dijo que era su voluntad, rehabilitar Alcatraz para encerrar a los cientos de criminales que llegan del sur de América que no es su América, que es la América de los perdedores y delincuentes. En su modo de gesticular, dejó claro que un perdedor y un delincuente son la misma cosa. Habría que dilucidar quién hace perdedor a un perdedor y delincuente a un delincuente. A mí este Mr. Trump me parece un perdedor y un delincuente verdadero. Muy peligroso. Eso sí. Muy estúpido. También. El enjambre de cámaras y periodistas que lo rodeaban actuaban a modo de ignición de un artefacto a quien han votado millones de norteamericanos quién sabe por qué. Dijo que además de la ultra seguridad interna del recinto, iba a poblar las aguas que rodean el islote de cocodrilos y caimanes. Allí iban a ir a parar todos esos hijos de Honduras, México, Venezuela, Perú, etc, que llegan a Norteamérica con el instinto criminal por herramienta, casi como única herramienta. No dijo nada sobre las madres de estos hombres que un día los vieron partir desde sus casas de madera o adobe, desde la tara del hambre y la pulsión de la vida, si acaso tuvieron vida. No la tuvieron.

Mr. Trump –de sangre emigrante, pero blanca– hablaba más con sus gestos hirientes que con las palabras. La palabra no es herramienta para un tipo como este. Viraba los brazos como el que avanza en una piscina de un resort de lujo, sólo que con la urgencia letal de la compañía de cocodrilos y caimanes que darían buena cuenta de cualquiera de esos criminales sureños que osara fugarse del islote. Ni Frank Morris ni los hermanos Clarence y John Anglis lo harían. Ya ha hecho experimentos límite con venezolanos en Guantánamo. Ni los periodistas que lo persiguen ni las cámaras que lo adulan han dicho palabra, ni han emitido imagen alguna. Yo, que miro la televisión con extrema cautela, miraba los brazos de este hombre nadando en un aire imposible con el espanto en el cuerpo. Capaz y muy capaz. El Sr. Trump. Los mismos brazos y las mismas manos que en un frenesí patético se habían puesto a firmar normas y mandados de obligado cumplimiento, que ha firmado aranceles y costas a todo el mundo porque todo el mundo le debe algo, que hurgó con resabiada lujuria el mismo harén que Jeffrey Epstein, amigo del alma y por quien no derramó una sola lágrima cuando fue suicidado en la cárcel neoyorkina donde fue confinado. Una cárcel de Nueva York no es Alcatraz y menos aún después de la suelta de esos cocodrilos y caimanes de Mr. Trump.

Se burlaba al mencionar con el movimiento de brazos y su voz pedante y soez de los emigrantes que son una plaga y serían alimento de estos caimanes y cocodrilos que nunca conocieron a Mr. Trump.

Esta burla es la que me noquea. Cierto. Todavía estoy noqueado.

El autor es escritor