Si el entorno es fundamental para la explicación de la existencia de un lápiz dada por Berque con anterioridad (ejemplo inspirado por el utilitario uso del martillo y la pintura de los zapatos de Van Gogh en la filosofía heideggeriana) cómo no va a serlo en el caso del fenómeno humano. Entorno de artificializada naturalidad, y viceversa, dado el punto evolutivo en el cual nos encontramos, que hiciera en su día percibir a Dennis Gabor el que “en un momento dado, mucho antes de alcanzar su millón de años biológicos, el Homo sapiens agotará sus capacidades creativas. Ahora –afirmaba en el año de 1963 este premio Nobel de física, 1971–, ha creado por lo menos la base tecnológica sobre la que desarrollar sus talentos que yacían latentes durante cientos y miles de años; parece probable que pueda realizar sus potencias en pocos siglos frenéticos. Después de cierto tiempo que no será tan largo, sólo será capaz de progresar de nuevo al ritmo biológico. Pero esto no tiene que ser forzosamente al ritmo lento de la selección natural. Puede ser tremendamente acelerado por la ciencia, siempre suponiendo, claro está que el Homo sapiens no se haya suicidado antes”. Riesgo a todas luces que goza cada vez más de una mayor probabilidad (Llama la atención, no obstante, ese toque con el que manifiesta las naturales limitaciones del humano para el desempeño de un ilimitado conocimiento, por mucho que nos empeñemos en llevarle la contraria ahora con todo el protésico aparataje de la inteligencia recién creada y de la que ya en su época era consciente).

Consistía su ensayo en un prospectivo ejercicio basado en la terna de un mundo que habría de asumir el factible horizonte de los desafíos provocados por el riesgo de la destrucción de la fuerza nuclear, la superpoblación y, también, la por él denominada como Edad del Ocio. Cuestión de máxima actualidad en un mundo que continúa caminando por parecidos derroteros, en los dos primeros casos, y cuya productiva automatización, es de suponer, procurará una mayor cantidad de tiempo libre debiendo orientarse hacia la autorrealización predicada en su día por Abraham H. Maslow. Ahora bien, para ello, el previo necesario es aquél de tener cubiertas las básicas necesidades, lo que estamos ciertamente alejados de hacer, como asimismo es necesario un estado de conciencia individual y comunitaria que coadyuve a ello.

En aquella tesitura el autor, aun adelantándose certeramente en estas predicciones, sin embargo, no explicitaba el riesgo de deterioro ecológico cuya mella ha ido acentuándose a la par que el éxito del capitalismo en todas y cada una de sus formulaciones dejando su indeleble huella en el paisaje de nuestros días. Cuestión que en la cercana prospectiva de Harald Welzer habrá de desencadenar las guerras climáticas. Si bien es cierto presagiara que “podemos siempre imaginar un paso más avanzado de desarrollo, en el que el progreso de la productividad será un inconveniente más que un fin deseable [y] En este punto el liberalismo se separará de la economía utilitaria y significará lo que siempre debía haber significado: un sentimiento de libertad”.

Al parecer, todavía no es tiempo para tan ansiado estadio. Tan sólo cabe señalar que la colaboración establecida entre creatividad, economía y productividad, independientemente del modelo ideológico adoptado, ha dado como resultado, esta vez sí, una nueva era: la del antropoceno.

Por ello no es de extrañar el que Herbert Marcuse, coetáneo de Gabor, en El hombre unidimensional, recogiera del paisaje, denunciándolo, la siguiente anécdota fruto de la praxis emanada de una colaboración basada en la gran unificación de opuestos frustrante de todo cambio cualitativo, cuando paseando por el campo percibía románticamente el que “todo estaba como debe ser: la naturaleza en todo su esplendor. Los pájaros, el sol, la hierba, la vista de las montañas a través de los árboles, nadie alrededor, ninguna radio, ni olor a gasolina. Entonces el sendero tuerce y termina en la autopista. […] Era una ‘reserva’, algo que se conserva como una especie en vías de desaparición” Esto, continuaba el filósofo, es ejemplo banal y desmesurado de armonización en el intento conciliador de algo así como nadar y guardar la ropa a la vez. Lo que quiso poner en práctica, por dar con un ejemplo, el economista italiano Giorgio Ruffolo ejerciendo a la vez de ministro de Medio Ambiente por el partido socialista italiano en el período comprendido entre los años 1987 y 1992, y al que debemos el ensayo traducido al castellano con el título de El capitalismo tiene los siglos contados.

Por su perfil bien pudiéramos considerarlo como un fehaciente ejemplo, eso sí salvando la distancia geográfica, de pertenencia a la inglesa Sociedad Fabiana que tomara su nombre, no obstante, del general romano Fabio, bajo la premisa de contar con las élites necesariamente preparadas ante los desafíos del presente y futuro, una táctica de desgaste, con que aconsejar al poder de manera que la solución a los problemas dados sean siempre de índole gradualista, reformista y en ningún caso revolucionaria sin llegar a perder el horizonte utópico.

De esta clase de bienintencionada burocracia encuéntrense colmados miles de despachos oficiales e institucionales, cuyas paredes reverberan expresiones como aquella de la imprescindible y necesaria sostenibilidad, en la mayor parte de ocasiones quedando su retórica en absolutamente nada. Por lo que, en general, los consejeros en materias tan delicadas y problemáticas como éstas se podría afirmar son en lo fundamental partidarios de un cierto postureo, de gestos cara la galería, eco-fabista. Ante la imposibilidad manifiesta de una solución total, defienden el gradualismo de las medidas a adoptar, buscando antes que nada la financiación programática que apuntalen prestigios y estatus. Algo de lo que, en sí mismo, la naturaleza no entiende, pues para poder conciliar contrarios de ésta con la cultura prescinde de realizar el dialéctico ejercicio de la síntesis convirtiéndola en el pastiche de su mezcla e irresuelta hibridación.

El autor es escritor