La historia del mundo es la suma de aquello que hubiera sido evitable. (Bertrand Russell)

Llega octubre, ese décimo vagón del año que nos continúa llevando por el recorrido de la vida. Entramos en los meses como en un esperanzador tren de la existencia. Pasamos por sus estaciones, como si fueran apeaderos de almas, donde el tiempo nos va desnudando para arroparnos de melancolía viajera y aferrarnos a las manos que nos quieren. Tras la catarsis del mar, con sus playas luminosas, hemos abandonado el ensayo general del estío. El otoño nos sumerge entre la luz y la sombra, entre la alegría y la nostalgia. Los árboles se van cambiando de chaqueta, mostrando un afán de desnudez en todo lo que da fruto.

Han finalizado las vacaciones de los colegiales, y el verano empieza a ser para ellos un mágico pasado ingenuo y fresco, que siempre permanecerá habitado de ilusión y belleza, gracias a que los niños tan solo dejan en él sus huellas vírgenes, muy alejadas de las huellas de los hombres y mujeres que serán mañana, un mañana en el que el tiempo irá tejiendo el tapiz que será el telón de fondo de su futuro.

Tras el paréntesis vacacional volvemos la vista hacia la política y vemos, en primer lugar, que lo que acontece en Gaza va más allá de la náusea. Las reacciones internacionales ante la crueldad de Netanyahu deben traducirse en hechos de calado, dejando de ser meras operaciones cosméticas dirigidas al apaciguamiento de la opinión pública. No actuar con contundencia, en situaciones de flagrante y cruel injusticia, es elegir el lado del opresor.

Cerrar los ojos y taparse los oídos no va a lograr que la tiranía se detenga. Discernir lo que es justo y no obrar en consecuencia es cobardía, comodidad o puro servilismo del que lame las botas de quien le patea. En un mundo normal, los gobiernos no precisarían la presión del pueblo para posicionarse rotundamente contra la barbarie. En un mundo normal, la sensibilidad de los ciudadanos lograría que la palabra dictador, tan denunciada por poetas como Neruda, estuviera en total desuso.

La cobardía intelectual se ha convertido en una nueva disciplina olímpica de nuestros días. Recordemos a los gobiernos que Pilatos se lavó las manos hasta ensuciárselas. En Occidente estamos muy adormecidos ante las democráticas corrupciones, ocultas tras la bandera de nuestros logros liberales y nuestra cuestionable cultura humanista, un tanto decorativa.

Trabajamos en una felicidad de diseño que nos mantiene febriles e infartados en esta imparable cultura de la tecnología y el progreso, haciendo sentir a los ciudadanos que sus pensamientos miméticos pertenecen a un criterio personal. Somos seres poco evolucionados que seguimos buscando a ciegas. La sensibilidad del ser humano está herida por una contemporaneidad gélida que se infiltra en nuestras vidas, tan sitiadas por la prisa y su tiranía.

El gran acto es decidir si vamos a vivir en nuestra propia ficción o vamos a aceptar la dureza que conlleva el haber nacido seres humanos. Viendo los horrores del genocidio de Gaza podríamos pensar que la Tierra es el infierno de otro planeta, y que corremos hacia la nada desde el principio de los tiempos.

Los poderosos han venido al mundo para vivir en voz alta, mientras el silencio es aceptado por la gran mayoría, que tiene que justificar su existencia por su propio esfuerzo, como un sirviente de sí mismo. Lo que realmente cuenta no es la inteligencia que hemos recibido, sino la capacidad de mejorar nuestro entorno con lo poco o mucho que la vida nos ha regalado.

Es harto difícil no ser nadie más que uno mismo en una sociedad en la que todo empuja para que seas algo distinto, haciéndonos olvidar que necesitamos cultivar solo aquellos hábitos que queremos ver brillar en nuestra vida.

La gran leprosería del populismo es el refugio en el que encuentra la ultraderecha terreno adecuado para la siembra y propagación de sus simientes, que en un futuro próximo podrían brotar como flores del mal, pese a haber pasado en la historia por el horno crematorio de la basura con olor a fascismo.

Abascal, con su aire audaz de falangista macho, está dejando de ser el hombre del saco para miles de seres decepcionados y atraídos por cualquier César de hojalata de prosa agresiva, con palabras duras, arrastradas y calientes que nuevamente nos llevan hacia el renacer de los errores que separan a la humanidad de la convivencia democrática.

El populismo de extrema derecha se está disparando en los últimos años, respondiendo a razones estructurales de largo recorrido, que se traducen en discriminaciones étnicas, nacionales y religiosas, poniendo a la patria en el frontispicio de sus discursos fanáticos. Estos discursos se propagan a gran velocidad en un mundo en el que reina la transitoriedad y la contingencia, aprovechando que, por definición, la democracia es lenta para resolver los problemas del ciudadano.

Los partidos de extrema derecha apuestan por un líder fuerte, capaz de tomar atajos alejados de la paciencia y de la ética. El populismo se mueve entre la prisa y la simplicidad; ante el flujo migratorio ofertan el sellado de fronteras, sin ver en ello una terrible involución humana.

La vieja Europa se aleja de las utopías humanistas de un socialismo que está pasando a ser una estrella provisional y falsa. Vivimos arrastrados hacia el pasado, pese a saber que solo cerrando puertas detrás de nosotros se abren ventanas hacia el porvenir. El hoy y el ayer son los materiales con los que construimos nuestro destino.

Nuestro país prosigue con una gobernanza tediosa, plagada de sofismas y con problemas de oído interno, convirtiendo todo el reinado de Sánchez, ante la incompetencia de la derecha, en un monólogo autista, representando la farsa existencial de ser los mismos socialistas de antaño. El desesperante estancamiento del gobierno se debe a que, al parecer, se rige por el calendario de Venus, en el que un día equivale a 243 días terrestres.

Ni la imbecilidad humana ni los zarpazos de la vida deben impedirnos la felicidad de cada amanecer, escapando siempre de la insensatez. Hemos de cuidar lo que pretendemos ser, porque seremos lo que pretendemos ser. Nos decía Homero, sobre el viaje a Ítaca, que la verdadera Ítaca es el viaje, en cuyo camino no podemos ser sublimes sin interrupción, como proponía Baudelaire, pero cada día, tras la lluvia, podemos intentar ser un arcoíris para quienes nos rodean.