La presente coyuntura nos ha impuesto un emperador mundial –Trump narcisista y prepotente. Híbrido, me atrevería a decir, entre Hitler y Calígula. Del primero exhibe su autoritarismo absoluto, que no tolera discrepancia ni titubeo; del segundo, además, la megalomanía de acomplejado que pretende cubrir su inania con sus arranques destemplados, reclamando para sí la excelencia, como papa o pacificador y exigiendo el premio Nobel de la paz; no consta que se ofreciese como heredero, o recambio, a su graciosa majestad británica, Carlos III, quien le acogió en la carroza de la realeza, ratificando el carácter imperial de USA junto al mayor imperio que vio la Historia.

Ha sido la opción del pueblo norteamericano, tradicionalmente caracterizado por un cercano sentido de la realidad, con el que la ciudadanía consideraba la grandeza de la institución de la presidencia de la nación, que cubría a quien la ejercía de la más alta consideración; pero de rechazo le imponía las máximas exigencias en el plano de lo personal y ejercicio de la más alta representación de la nación. Los nombres de Washington, Jefferson, Lincoln, en alguna medida, aparecen en la lista de grandes hombres universales. En los últimos tiempos otros hombres como R. Reagan y G. Bush no parecen ser acreedores a tal estima.

Donald Trump, sin embargo, ha irrumpido con la intención declarada de sobrepasar todo obstáculo, interno o del exterior, que pueda encontrar en el desarrollo de su plan. El emperador proclama de continuo los perjuicios que experimenta Norteamérica de parte de muchos países que aprovechan situaciones de ventaja en el terreno de las relaciones comerciales, espacio que puede incluir a cualquier estado del mundo. Incluso quienes se declaran sus aliados parasitan de diversas maneras al generoso padre que son los USA, que les ha proporcionado capital y mercaderías a bajo costo, ciencia y tecnología, de que se sirven para competir con el donador, y se benefician particularmente en materia de defensa, protegidos como se encuentran por la supremacía armamentística americana. Trump ha declarado su disposición a poner las cosas en su sitio y, primeramente, tomará las decisiones pertinentes que inviertan la situación, mediante la imposición de aranceles, ya iniciada, a los competidores de la economía de América, la exigencia de inversiones en USA y gastos en defensa que se realizarán por fuerza mayor a favor de la industria americana.

El emperador Donald ha constatado otros hechos que reflejan igualmente los peligros que acechan a Norteamérica y al mundo en general. Son responsabilidad de los enemigos declarados de Norteamérica; en este capítulo se incluyen desde los yihadistas hasta el izquierdismo, en general; todo el conjunto que mira con malos ojos la acción de Norteamérica a lo largo y ancho de la Tierra, y persigue únicamente el desplazamiento y destrucción de USA. ¡He aquí el terrorismo internacional de obligada destrucción! La enemistad hacia América se genera en los focos más diversos; nace de la envidia generada por la riqueza y poder de la nación y el modo de vida de los americanos, que hacen de ella un mundo ambicionado. También es la respuesta a la defensa del mundo libre liderada por América; no obstante, la inmigración permanente que atrae a gentes de todas las regiones de la Tierra. Gran parte de estos emigrantes vienen cargados de odio y no persiguen, sino beneficiarse tortuosamente de la riqueza americana. Son protagonistas irremediables del delito y peligro futuro y actual para el bienestar de los americanos. Trump contempla a la emigración como el aspecto de mayor riesgo al que se enfrenta Norteamérica desde su propio interior. La presencia de emigrantes asiáticos y suramericanos, faltos de dinero y carentes de preparación cualificada, son más fuente de inestabilidad social, cuando no caladero de delincuentes; pura carga para los recursos asistenciales del país sin perspectiva de beneficio para la sociedad americana.

El discurso de Trump responde a la percepción oculta en el subconsciente de los americanos partidarios de su presidente. El imperio americano, que ha dominado la Tierra a partir de la Primera Guerra Mundial, contuvo en la URSS la revolución mundial y proclamó el triunfo de la libertad económica, política y civil, reclama su función de director del mundo, configurado éste en el orden democrático y de libertad económica. Ahora siente cuestionado su liderazgo por países que se conforman en potencias concurrentes en contra de USA y aprovechan las ventajas que les ofrece el libre mercado internacional. Una libertad, resultado de los esfuerzos realizados por América, que permite a sus competidores el suministro de productos más competitivos mediante los costes abaratados en salarios y asistencias, en un incuestionable dumping.

La trayectoria del Imperio americano, particularmente a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, significó el dominio político y económico de USA sobre la mayor parte del globo terráqueo, sin que su contrincante comunista superase su propia condición de mero acompañante. En el terreno militar, Norteamérica dispuso de la red de bases más extensa que haya existido, complementada por una armada y fuerza aérea que dominaban mares y rutas. La economía USA ha predominado, igualmente, a nivel mundial hasta el fin del siglo XX. Hoy en día existen razones para situar a este país a la cabeza del mundo en materia económica y militar. No obstante, el panorama mundial ha sido profundamente modificado y los USA han visto reducir la hegemonía con la que han dominado al conjunto de los países de la Tierra en el terreno económico; ya no disponen del monopolio tecnológico de tiempos precedentes. Su capacidad productiva se ha visto superada por la economía de China, convertida en suministradora imprescindible para la sociedad consumidora de Norteamérica, que absorbe producciones del mundo entero.