Voy a permitirme la licencia de parafrasear el artículo de opinión publicado en este medio de comunicación el pasado día 18 por Marina Curiel, portavoz del PSN-Pamplona en el Ayuntamiento.
La frase original del encabezamiento de este escrito (“Los edificios comunican”) la pronunció una de las expertas durante la presentación del informe del Comité de Personas Expertas sobre el Monumento de los Caídos esta semana en el Ayuntamiento de Pamplona.
Y me he tomado la licencia de convertirla en el título de este artículo, porque resume a la perfección lo que está en juego: la capacidad de la arquitectura para contar –o silenciar– o tergiversar la historia de una ciudad.
Hay edificios que no solo ocupan espacio: ocupan sentido. Y durante demasiado tiempo, el Monumento de los Caídos ha irradiado, y sigue irradiando el suyo. Fue concebido –como lo hacían los fascismos del siglo XX– para imponer, para glorificar y perpetuar a los perpetradores, para convertir la piedra en propaganda. Durante décadas, este edificio ha sido, y sigue siendo, un símbolo radioactivo en el corazón de una ciudad que mira hacia la convivencia. Y seguirá siéndolo a no ser que desaparezca definitivamente del paisaje de Iruñea. Por mucho que le cambiemos el contenido, el continente seguirá siendo el mismo. Seguirá siendo un Monumento al Franquismo. Seguirá siendo Los Caídos.
Pero no todos los edificios, al contrario que las ciudades, pueden transformarse. No pueden dejar de ser monumentos al franquismo para convertirse en espacios de reflexión, porque un Monumento, como el de los Caídos, es un Monumento en sí mismo. Y la única solución a su resignificación es su derribo. La mejor. Y eso es precisamente lo que se propugna hacer desde la Agrupación de Asociaciones Memorialistas. El informe presentado por el Comité de Personas Expertas, integrado por especialistas de prestigio nacional e internacional, marca un punto seguido en el intento del tripartito por mantener en pie ese mamotreto. No solo porque no plantea una imposible transformación profunda arquitectónica del edificio, sino porque asume algo esencial: los edificios también comunican. Y el nuestro, ese templo monumental que un día glorificó y sigue glorificando el golpe de 1936, sigue y seguirá comunicando su verdadero sentido y no puede resignificarse como Museo-Memorial para la convivencia y la memoria democrática. Busquen otro edificio para ello, si es que el Palacio Rozalejo no es suficiente.
El derribo, además de ser un gesto estético eliminando la intrínseca fealdad del monumento, es una decisión política, moral y pedagógica. Derribar el monumento no significa borrar la historia, sino explicarla. No se trata de destruir, sino de reinterpretar; de pasar de un relato de dominación a un relato de aprendizaje. Conservar la materialidad del edificio es conservarlo como homenaje al franquismo, y no como documento de barbarie, pues en el mismo no hay prueba visible de la violencia con la que se quiso imponer el olvido. Hay exaltación de esa violencia en los frescos de la cúpula. No es como, por ejemplo, el Fuerte San Cristóbal donde tenemos pruebas visibles de la violencia del régimen franquista: derribar el Fuerte sería “favorecer la memoria de los perpetradores”. Mantener el Fuerte, en cambio, nos permite convertir el siniestro pasado en una herramienta de conciencia democrática.
La situación en que nos encontramos ante el futuro de esa reliquia fascista como es los Caídos, no es fruto de la casualidad. Es el resultado del acuerdo alcanzado hace casi un año entre PSN, Geroa Bai y EH Bildu, que permitió darle una falsa salida a una cuestión olvidada durante décadas y que parecía tener salida con el Concurso de Ideas, en el que se contemplaba la posibilidad de su derribo, y que paralizó el anterior alcalde, Maya. Y este nuevo consistorio se ha negado a recuperarlo (200.000 euros a la basura). Frente al inmovilismo de quienes prefieren la parálisis y una resignificación, las Asociaciones Memorialistas eligen el camino más difícil, pero también el más honesto y el más valiente: el del diálogo que se nos ha negado; la aplicación de la Ley de Memoria Democrática aprobada en el Congreso de Madrid por esas mismas fuerzas políticas (PSOE-PSN, EH Bildu, PNV-Geroa Bai) y que está por encima de cualquier ley autonómica de memoria; y el consenso de todas las fuerzas democráticas y agentes sociales de cara al derribo y no sólo el consenso institucional, como propone Marina Curiel, para su “resignificación”. Pamplona necesita pasar página, necesita ver desaparecer ese símbolo que irradia un sentido franquista. Con el derribo, la ciudad no borra su historia: la reescribe.
Porque los muros también hablan. Y su mensaje puede ser de exclusión o de esperanza. Pamplona ha dado un paso más y elige que hablen, una vez más, de exclusión y de falta de respeto a la memoria de los miles de represaliados por el franquismo. No puede haber “memoria compartida”, señora Curiel, si esta significa poner al mismo nivel a los franquistas que perpetraron el genocidio del 36 y a las víctimas que lo sufrieron o sufrimos.
Las Asociaciones Memorialistas por el Derribo, convocamos el 8 de noviembre a las 6 de la tarde a una manifestación que partirá de Los Caídos, para solicitar una vez más, su derribo y el derecho de las Victimas a la Verdad, Justicia y Reparación.
El autor es nieto de Jose María Sanz de Acedo (alcalde de Santacara), asesinado en 1936 cuyos restos siguen en paradero desconocido