Desde el año siguiente al que nació nuestro hijo, cuando llega el 17 de noviembre, Día Mundial de la Prematuridad, me doy cuenta de que, por lo general, agradecemos poco y valoramos menos, si cabe, lo que tenemos. Vivimos inmersos en una cultura en la que anhelar lo que no poseemos es casi la norma, sumidos en un inconformismo patológico, y en la que parece que sólo nos acordamos de “lo bien que se está cuando se está bien” cuando tenemos un contratiempo. 

Su historia, aunque poco extraordinaria, es la que hoy quiero compartir. Es la historia de un niño que, incluso antes de venir al mundo prematuramente, por varios motivos, pudo no haber sido. Y una vez aquí, en este loco videojuego por el que tenemos la suerte de transitar, agotó de entrada al menos una de las varias vidas con las que todos empezamos la partida. También es la historia de un pequeño que salió de un largo ingreso con una colección de diagnósticos que, escritos a modo de lista, casi no cabían en una página, todos ellos esperables aunque no “obligatorios” para un gran prematuro, y que podían o no dejar secuelas, no era posible saberlo... Y es la historia de un niño que, para nuestro alivio, fue dejando atrás procesos médicos que a día de hoy podían seguir estando presentes y no lo están. Pero también es la historia de un niño que, a diferencia de otros muchos pequeños que conocemos que pasaron por algo similar, sí que arrastra, consecuencia de todo aquello, una discapacidad... aunque, visto lo visto, también podía haber sido más grave de lo que es. El yin y el yang. 

A principios de este año, pocos meses después de autoproclamarme abanderada del “todo pasa”, que sigo defendiendo con uñas y dientes, nos tocó correr a Urgencias e ingresar. Retornaron las vías, los tubos, los monitores, el “¿respira o no respira?” y las terribles noches de angustia. Reapareció el dolor, que por entonces se había casi esfumado, y con él, la culpa con sus mil caras... esa que cada día es más pequeña aunque a veces tiene una gigantesca sombra. Fue cuando salimos de aquello, otro proceso de los que “estaban en el guión”, aunque también podía no habernos tocado, que en mi cabeza sentí uno de los mayores clics que he experimentado desde que soy madre. Aunque la teoría me la sabía y supongo que aquello resonaba en algún rinconcito de mi subconsciente, de pronto me di cuenta de que no sólo es de justicia sentirnos agradecidos con lo que tenemos, sino que además es sanador.

Soy insistente con el tema de la gratitud, lo sé. Releyendo lo que he escrito hasta ahora en fechas como esta veo que siempre acaba saliendo el asunto, y no es precisamente por falta de ideas sino más bien porque verdaderamente es el sentimiento que predomina en mi día a día. Yo en realidad iba para jipi-filósofa y en algún punto me perdí por el camino, aunque conforme pasan los años creo que, cada vez con más fuerza, me posee ese espíritu flower power que tan presente estuvo en mi adolescencia. Ya no soy la cascabelillos de antes, me ha cambiado la mirada e incluso el timbre de voz... y muchos días mi estado de ánimo es cansada, pero, con todo, soy por lo general más feliz. Y lo cierto es que no son pocas las veces que siento que estoy al borde de atormentarme y ahogarme en la culpa pensando que mi hijo está así porque no pude retenerlo en mi vientre el tiempo suficiente, de amargarme por todo lo que no es capaz de hacer dadas sus circunstancias, de sufrir y casi pedir perdón por molestar, por la ayuda extra que muchas veces necesitamos de terceras personas. Pero eso ni vale para mucho ni va conmigo.

No aspiro a ser ejemplo de nada porque, entre otras cosas, no hay una maternidad igual que otra. No pretendo con estas palabras dar una charla de autoayuda ni de psicología barata, ni romantizar la discapacidad, ni regocijarme en el sufrimiento, no. Personalmente, no hay nada que me cabree más que los consejos no solicitados y los discursos motivacionales cuando estoy hundida en la miseria. Esto no estaba en mis planes y, si me hubiesen preguntado, no lo habría elegido... simplemente fue así. Los que hayáis leído el conocido y maravilloso texto de Emily Perl Kingsley Bienvenidos a Holanda entenderéis cómo me he sentido estos años: no llegué a Italia ni tampoco a Holanda, sino que me fui incluso más lejos, posiblemente hasta Islandia. Para los que no me conocéis, tengo que aclarar que este país lo recorrí hace ya muchos años en bici y tienda de campaña y, al segundo día de aventura, me pareció tan hostil aún en pleno agosto que a punto estuve de comprar un billete de vuelta. Pues Islandia es, hoy por hoy, uno de los destinos a los que sueño volver, ya fuera del mundo de las metáforas, y espero que además sea con mi hijo. 

En verdad creo que me paso por aquí, como siempre, a hacer un poco de autoterapia y, ya que estamos, m(p)adre de un bebé prematuro, a contarte, si la quieres leer, mi pequeña y particular experiencia. Yo también he estado –y a veces vuelvo de paso– allí donde no se ve la salida, metida en el barro hasta las orejas, sintiendo que todo lo malo me toca a mí. He llorado, he pataleado y me he c***** en la mar salada... y está bien, porque es lo que tenía que ser en ese momento. Pero confía, llegará el momento de que, sin esfuerzo y de corazón, aún en las malas, te nazca valorar lo que la vida te ha regalado y, ojalá, de disfrutarlo todo lo que se merece. ¡Y qué bien sienta!

Feliz Día del Prematuro.