llega un momento casi místico en el que Roberto Torres lo abarca todo, lo material y lo inmaterial, las ausencias y los olvidos. De eso y más es capaz alguien acostumbrado a reinventarse de tiempo en tiempo, a mandar callar a sus detractores, a trepar por la cara más agreste al olimpo osasunista, a resucitar de ese lugar ingrato en el que le sepulta la desconfianza de otros y, a veces, su propia ansiedad. La pasada semana ha circulado por WhatsApp el cartel con la imagen de una divinidad cuyo rostro se asemeja al del futbolista, por no decir que es él mismo. Algo de sobrenatural tiene este hombre que ayer rescató en el minuto 94 a un equipo derrotado y a una afición alicaída. ¿Milagro? No. ¿Un guiño caprichoso del azar, como explicó López Garai? Tampoco: fe en sí mismo. Porque hay días en los que Torres no juega: se aparece. Así, de repente, en un espacio de campo, flotando un palmo por encima de la hierba. No es un fenómeno reciente, lo hemos visto en Almendralejo, en El Sadar ante el Alcorcón? Lo repitió ayer, cuando casi nadie creía, mientras otros cruzaban los dedos o juntaban las palmas de las manos, rezando, suplicando, implorando que pasara en un segundo lo que no había pasado en más de hora y media de partido. Y pasó. Pasó Torres, cruzando el área de izquierda a derecha, le llegó el balón de Villar, dobló el tobillo derecho por donde el muelle, golpeó limpio a la pelota que salió disparada a la derecha del portero, entre la mano y el poste. Gol. El estadio se agitó y saltaron al unísono los centenares de hinchas rojillos repartidos por todo el graderío, incluso allí donde no llega el férreo control de LaLiga, de Tebas, que lejos de favorecer el desplazamiento de los aficionados, les aplica un montón de restricciones y les cierra la taquilla de venta de entradas el mismo día del partido. Pero ahí estaban todos, los ordenados y los descontrolados. Todos frotándose los ojos. ¡Milagro, milagro!, gritaban los más escépticos después de presenciar una segunda parte en la que su equipo quedó maniatado por la táctica de un rival con oficio. ¡Justicia, justicia!, clamaban los que recordaban las nueve ocasiones en las que Osasuna intentó el gol en la primera mitad sin ninguna fortuna. “Roberto Tooooorres, lará, lará, la, la, Roberto Tooooorres” reventó a cantar la grada, que era ahora la que levitaba por esa especie de prodigio que convierte un postrero empate en una victoria.

Torres, siempre Torres; ejecutando con pericia la suerte del gol que se le había negado al artillero Juan Villar, víctima de esa obsesión tan enfermiza como paralizante que atrapa a los delanteros cuando parecen defensas rematando con los pies. Torres, siempre Torres, duplicando con su presencia la baja de Rubén García, el futbolista al que durante toda la tarde buscaban sus compañeros para que desatascara, diera un taconazo genial o activara esas jugadas a balón parado que de tan mal sacadas se defendían solas. Rubén García, la tercera pieza de la santísima trinidad de este Osasuna junto a Oier y Torres, que tiene la virtud de dejarse sentir cuando está y cuando no está. Ayer no estaba y el sábado ya veremos. Pero juegue quien juegue, siempre tenemos fe en que Torres se aparezca en carne mortal y obre el milagro. Así sea.