“Vete preparándome un bonito obituario”. Me lo soltó así, el pasado mes de septiembre, entre risas que no intentaban enmascarar el duro golpe de un diagnóstico que no le auguraba nada bueno. Sabía de lo agresivo de su enfermedad, pero ni se iba a rendir ni el maldito cáncer aplacaría su buen humor. En esa ocasión todavía bromeó enviándome una foto junto a Martín Monreal y al representante Miguel Santos con quienes había coincidido en un restaurante pamplonés: “Podemos lanzar que Miranda vuelve al fútbol y estamos preparando una plantilla de Champions con Martín...”, dice el mensaje de WhatsApp.

Desde ese día hablábamos de forma periódica. A los mensajes respondía con llamadas de voz en las que me contaba de su paso por el hospital y cómo iban las cosas. Yo intuía que las cosas no iban bien cuando a la felicitación por su 65º cumpleaños (el pasado día 15) contestó con unas escuetas letras. Cerca de la medianoche del martes llegaba la noticia de su fallecimiento.

Un obituario no puede recoger la vida de este hombre ni de ninguno. Solo son pinceladas. En el caso de Javier Miranda ocurre que cada dato breve y frío encubre una trama que tiene vida por sí sola, ya sea su vocación de cantante, sus peregrinajes, sus empleos y sus negocios, su osasunismo de aficionado y su osasunismo de presidente. Tomados estos ítems por sí solos, cada uno contiene argumentos para desarrollar varios folios; hablo de lo que se puede contar, y me refiero a la parte deportiva. En realidad lo divertido, lo anecdótico sobre la tramoya del fútbol, es lo que todavía permanecerá algunos años sin desclasificar, aunque en alguna sobremesa se le soltara la lengua y no reparara que había gente ajena que pegaba el oído y ponía caras de asombro. Pero él era así y tampoco daba importancia a contar su buen trato con Florentino Pérez, por qué readmitió al gerente Ángel Vizcay a las pocas horas de destituirlo, las negociaciones con intermediarios de futbolistas, cómo se salvó por los pelos el fichaje de John Aloisi o, en otra esfera, las numerosas prebendas y regalos que recibían los directivos de la Federación Española de Fútbol, entre ellos él mismo.

Llegó Miranda a la presidencia de Osasuna en 1998 en un momento delicado para el club y cuando lo dejó en 2002 ya estaba enfilado hacia una de sus épocas de mayor esplendor. Como le gustaba recordar, a algunos de los artífices del posterior milagro o los había fichado él o habían debutado durante su mandato. Defendía que de su boca salió el nombre de Javier Aguirre como relevo de Lotina. También constituyó la Fundación Osasuna y nombró a Luis Sabalza, actual presidente, como primer defensor del socio.

Buena parte de la hinchada rojilla le estimaba por su cercanía, por gestos como el llevarse a toda la plantilla al sepelio de unos aficionados muertos en accidente. Ese cariño que palpaba en la calle le hacía replantearse, de tiempo en tiempo, la posibilidad de volver a presentarse como candidato a la presidencia. El plan aguantaba en pie el corto tiempo de sostenerle la mirada a su esposa Gloria, que le había visto sufrir en el palco y en casa. Nunca más.

Otros osasunistas aún siguen poniendo en duda alguna de sus actuaciones, albardando el relato con rumores recogidos de aquí y de allí, sin ninguna prueba consistente. No puedo expresar con palabras la amplitud de su honestidad, solo puedo hablar por mi experiencia y por la de este periódico: su fidelidad hacia nosotros, su compromiso sin fisuras, el seguir llamando a las cosas por su nombre incluso cuando ya volvía a ser un camarero, ese comportamiento genuino del que ayer hablaba su primo Enrique Maya, lo han sostenido muy pocas personas que han ostentado cargos relevantes en nuestra Comunidad, en su caso aguantando amenazas por revelar el comportamiento revanchista de algunas gentes y empresas centenarias hacia él y con Osasuna.

Miranda admiraba a Ezcurra y a aquel Osasuna de los ochenta al que seguía con fidelidad de hincha y que tras algún partido accidentado entre jugadores en el campo le costó el puñetazo de un defensa central de malas artes y peor genio al que había echado en cara sus alevosos golpes a un delantero rojillo. Aquella herida la lucía como una medalla al mérito osasunista.

Ya digo que a gente como Miranda un obituario se le queda escaso. Su lugar en la memoria del osasunismo no es esta página de papel sino el que ayer expresaron los aficionados en las redes sociales y el que debe darle el club dentro de su historia ya casi centenaria. Ahí será siempre eterno. Ahí debe reconocerlo Osasuna como uno de los suyos. Este, a fin de cuentas, es el obituario que yo no quería escribir.