l fútbol es juego complejo basado en combinar. Incluso los genios del regate, que se cuentan con los dedos de una mano, tienen que asociarse con un compañero con el que tirar una pared, con quien cambiar el ritmo o con quien encontrar la solución que en cada momento requiera la jugada. En este arte, lo que cotiza al alza es saber interpretar el juego y tener técnica para que cuando sueltes el balón, tu equipo esté en una situación más favorable que cuando lo has recibido. Y esto es lo realmente difícil del fútbol, un deporte en el que hay minutos de ir y venir en los que parece que no suceden cosas reseñables hasta que el balón cae en los pies de alquien capaz de, con un toque, desequilibrar el dispositivo defensivo del adversario y resolver un partido.

Clemente Iriarte fue uno de estos. Dotado de una técnica al alcance de muy pocos, era tan certero golpeando el balón con el interior como con el exterior, lo que le convertía en un futbolista con recursos de ambidiestro sin serlo. Y con esta habilidad no necesitaba acomodar su cuerpo previamente para abrir el juego a derecha o izquierda, por donde solían aparecer Echeverría y Martín de manera indistinta, con lo que ello suponía de sorprender al rival, que tardaba en adivinar el destino de sus pases. Unos centros en profundidad que dibujaban parábolas con efecto hacia al exterior, de tal forma que todavía dificultaban más la labor defensiva del contrincante, al tiempo que sus compañeros recibían el balón casi siempre de cara, con todo lo que ello supone para dar continuidad a la jugada.

Supongo que Modric jamás vio jugar a Clemente, pero hoy sería quizá su alumno más aventajado. No solo se parece a nuestro 10 rojillo por el golpeo con el exterior, sino también por su sacrificio cuando el contrincante obligaba al repliegue. De hecho, a Clemente en ocasiones se le apodaba El Pulpo por su capacidad para estirar la pierna más allá de lo verosímil y robar el balón. Con una recuperación de estas nos alegró la tarde del reencuentro de Osasuna con la Primera División en septiembre de 1980 al marcar el 1-0 con el que se derrotó a Las Palmas.

Era el estreno de la tercera de las cinco temporadas en las que lució, con la clase jamás vista en las últimas cinco décadas, la camiseta rojilla: la del asentamiento en Segunda, la del primoroso ascenso a Primera con goleadas a tutiplén y las tres permanencias entre la élite que apenas unos años antes, cuando Osasuna era un habitual de la Tercera División, se antojaba como algo inalcanzable.

Precisamente en el deambular del club por las categorías de plata y bronce reside la principal razón por la que a Clemente lo disfrutaran sobre todo en Oviedo, ya que en la década de los 70 Osasuna era un equipo muy pequeño para un futbolista tan grande. Pese a ello, en su regreso a Pamplona, cumplidos los 32 años, no vino a pasearse, sino a impartir lecciones de fútbol desde la sencillez. Sin aspavientos. Sin un mal gesto. Sin necesidad de besar el escudo para reivindicar un osasunismo que derrochaba por los cuatro costados, ni de señalar la camiseta con el 10 en la que no aparecía su nombre, pero todos sabían que él era su dueño.

Discreto dentro y fuera del campo, mejoró el juego de todos los que tuvieron la suerte de compartir vestuario con él. Y deja un recuerdo imborrable entre los aficionados rojillos.

Dotado de una técnica al alcance de muy pocos, era tan certero golpeando al balón con el interior como con el exterior